Noventa años de un verdugo

LA HABANA, Cuba.- Durante los últimos 15 años diversas circunstancias han despertado las esperanzas de los cubanos en que las cosas van a cambiar. Ciertos movimientos de poder, como la retirada de Fidel Castro en 2006 y el traspaso del mando a su hermano Raúl, quien impulsó reformas a las que el caudillo se había negado por décadas, fueron en su momento indicadores de que la cúpula estaba considerando modificar el modelo económico con la concesión de algunas libertades imprescindibles para oxigenar la ineficiente economía socialista.
Si bien el gobierno de Raúl Castro autorizó nuevas relaciones de propiedad para beneficio de los ciudadanos cubanos, introdujo reformas migratorias importantes, amplió el campo de acción del sector privado y abrió el país a Internet, también reconcentró todo el poder financiero en GAESA, el monopolio empresarial controlado por su ex-yerno, Luis Alberto Rodríguez López-Calleja, y creó un clima de fingida tolerancia al pensamiento político no alineado al régimen para granjearse la buena voluntad del presidente Barack Obama.
La discreta bonanza económica que sobrevino con el “deshielo”, produjo la impresión de que el menor de los Castro estaba a tono con las exigencias del siglo XXI y las expectativas de los cubanos dentro y fuera de la Isla. El torpe manejo de la visita de Obama a la mayor de las Antillas en 2014 dejó mucho que desear, y el aumento de la represión a medida que Donald Trump se perfilaba como el posible nuevo inquilino de la Casa Blanca, demostró que el castrismo seguía intacto en su esencia, y que Raúl solo había aprovechado la inyección de capital durante el gobierno del demócrata para empoderar a su camarilla y actualizar los mecanismos represivos en materia de infraestructura.
Ni mejor ni peor que Fidel Castro, y tan culpable como él de la ruina de Cuba, Raúl fue ayer motivo de homenaje en la Mesa Redonda, donde además fue presentado su libro en dos tomos: “Revolución, la obra más hermosa”, que contó con el corro habitual de aduladores cuya misión es intentar pulir la imagen de un dictador que vivió siempre a la sombra de su hermano.
En el ocaso de su vida, a poco más de un mes de haberse “retirado” de la dirección del Partido Comunista de Cuba (PCC), Raúl Castro es responsable de haber desperdiciado la oportunidad más clara que tuvo Cuba en sesenta años para incorporarse a la senda del progreso con el concurso de todos sus actores sociales. Su estrechez de miras, su profundo odio a los Estados Unidos y la certeza de que la peor de sus decisiones no afectaría al clan Castro, dieron al traste con la actualización del modelo económico y la esperanza de los insulares de asistir a la era del anhelado cambio.
Ninguna de las actividades permitidas al pueblo cubano durante su mandato —viajar al extranjero, hospedarse en hoteles, acceder a Internet, comprar o vender casas y autos, desarrollar otras variantes del trabajo por cuenta propia— supuso el reconocimiento pleno de las libertades individuales, especialmente los derechos políticos. En tal sentido la decisión, tomada también bajo el gobierno de Raúl Castro, de limitar el tiempo de mandato para los cargos políticos no es ni será impedimento para asegurar lo que llaman “continuidad”, y que no ha sido más que el traspaso del poder —bajo supervisión de los “históricos” — a una generación moldeada dentro de la doctrina, apegada a la retórica, la mentalidad y el voluntarismo heredados.
Los escasos avances en materia económica que se produjeron en los años iniciales del gobierno de Raúl Castro fueron paralizados por el propio General de Ejército que terminó sucumbiendo al anquilosamiento ideológico y el recelo ante la posibilidad de una ciudadanía empoderada. Su respuesta al retroceso en las relaciones con Estados Unidos, sin haber aprovechado en pos del bienestar nacional la cobertura ofrecida por la administración Obama, fue exacerbar el discurso de hostilidad y la demonización de la disidencia.
Sus doce años de gestión fueron casi tan improductivos como las cinco décadas de Fidel Castro en el poder. Quizás la única diferencia consistió en que varias de sus reformas contribuyeron a perfilar el plan migratorio de miles de cubanos, que vendieron cuanto tenían con el único propósito de huir de una circunstancia agobiante e insoluble.
Aunque hoy los medios de comunicación vomiten panegíricos a cual más indecoroso, Raúl Castro será siempre el segundón, la antítesis de la diplomacia, el heredero designado que recibió a Cuba en estado grave y la entregó comatosa a Díaz-Canel para salir del escenario y comprobar si, como algunos afirman, Estados Unidos revierte las sanciones ahora que no hay un Castro dirigiendo el país, al menos de modo visible.
Pero el castrismo es más que una presencia física y un apellido. Nada ocurrió cuando murió Fidel, y nada indica que será diferente cuando fallezca Raúl. Quienes cifran sus esperanzas en el eventual deceso del dictador, no han tomado en cuenta el estado real de la sociedad cubana, sobre cuya agonía hoy brindan los generales de guayabera en honor a los noventa años de otro verdugo que no responderá por sus crímenes.
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