LA HABANA, Cuba. – Lo vi solo una vez. Nos cruzamos en una calurosa tarde habanera. Caminaba distraído cuando él me reconoció, cuando me llamó por mi nombre, cuando se identificó y sin transiciones me estrechó la mano. Nunca antes coincidimos, al menos en la evidencia de aquel saludo cómplice; a los dos nos interesaba la literatura y habíamos publicado libros, pero tengo la certeza de que no fue esa escritura de ficción la que nos acercó durante aquella calurosa tarde habanera.
Creo que Roberto de Jesús Quiñones me estrechó la mano aquella tarde porque ambos coincidíamos, también, haciendo una escritura despojada de artificios literarios y en estrecha consonancia con la realidad cubana. Él y yo, además de aquel apego a una escritura de imaginación solitaria, apostamos por la denuncia de la muy cruel realidad cubana, y creo que fue esa otra complicidad, más que la literatura, la que nos llevó al saludo, a una breve conversación, la única hasta hoy.
Aquel encuentro duró apenas unos minutos tras el apretón de manos, pero lo recuerdo muy bien, sobre todo ahora que él no podrá aparecer en una calle habanera y tampoco por las avenidas con olor a sal de su Cienfuegos natal. Quiñones no desanda hoy las calles de Guantánamo y ni siquiera descansa sobre algún sillón de su oriental refugio. Este cristiano no conseguirá durante algún tiempo persignarse ante una imagen de Jesús, ni comulgar.
Él no verá tampoco el rostro de su esposa en las mañanas ni compartirá con ella la mesa del almuerzo. Y la cama para el descanso no será la de siempre, ahora tendrá que conformarse, mientras intenté conciliar el sueño, con la compañía de un montón de hombres privados de libertad; algunos serán ladrones y quién podrá dudar que tenga también muy cerca un asesino. Roberto completará el duelo por la muerte de su padre en medio del encierro. Él no podrá llorar tranquilamente a su padre muerto, él tendrá sobre sí un montón de miradas vigilantes.
Quiñones será custodiado todo el tiempo, escrutarán cada uno de sus movimientos; alguien escuchará sus conversaciones para luego hacer informes. Este buen hombre quizá se pregunte, mirando el rostro de todos sus vecinos, quién, de entre todos, será el chivato; pero tengo la seguridad de que, aun sabiéndolo, dirá todo cuanto piensa y no esconderá su desprecio al régimen que lo mantiene aislado porque teme a las verdades que el denuncia.
Su cárcel será oscura, tan lóbrega como su cama penitenciaria. Él no vivirá sus días de encierro en una amplia habitación como la que conoció Fidel en isla de Pinos, tampoco podrá ejercitarse encestando el balón como sí le permitían a Castro. Quiñones no tendrá libros, y no creo que le permitan ocuparse en la escritura. No habrá ni siquiera un breve pliego de papel, no habrá lápices. No habrá nunca una foto que haga notar el rostro del prisionero. No quedarán rastros de sus días en la cárcel, como si los hay, incluso, de aquel Martí que cumplió prisión en el siglo diecinueve.
Roberto de Jesús pasó su sesenta y dos cumpleaños en la cárcel, y yo me pregunto cómo serán sus días de encierro, y me asustan las respuestas; lo peor es que nadie se atreverá a testimoniar esas muchísimas jornadas, y no habrá una imagen, no habrá pruebas que muestren su dolor, aunque todos podamos suponerlas.
Me pregunto cómo serán las horas de ese hijo de Quiñones que vive en los Estados Unidos, cómo serán los días de ese muchacho que hizo el viaje a Washington para protestar delante de la embajada cubana que tiene en esa ciudad su sede. ¿Qué pensará ese muchacho del silencio con el que respondieron los “diplomáticos” cubanos a sus reclamos de libertad para su padre? ¿Qué dirán los cubanos del silencio y las puertas cerradas de la embajada? ¿Qué pensará Elián? ¿Qué pensarán los “cinco héroes”?
Quisiera saber lo que pensarían los cubanos, si se enteraran, del encierro del escritor, del periodista, de ese abogado al que no se le permitió hacer su propia defensa, en un país donde una de las “proezas” más exaltadas por la historia más reciente sigue siendo la autodefensa de Fidel Castro tras el asalto armado al Cuartel Moncada.
Quiñones no empuñó un arma ni acabó con la vida de alguien. Quiñones no hizo otra cosa que escribir, desde la quietud de su casa, para hacer denuncias. Él usó palabras aunque otros recurrieran antes a las balas, él solo se aferró a la escritura pero hoy está en la cárcel, aunque su lucha no impidiera “la paz”. Quiñones está en la cárcel sin que le otorgaran el derecho a “la última palabra”.
Quiero pensar entonces que la reclusión de Quiñones será muy fecunda, que sus palabras seguirán llegando en denuncias, en páginas de libros, que su cárcel será fértil como lo fue para Cervantes, Maquiavelo y Oscar Wilde, que será pródiga como la del Ezra Pound de los “Cantos de Pisa”. Un cristiano preso como Roberto de Jesús debe pensar mucho en el encierro de Pablo en Roma, en Palestina, y en las cartas que desde allí salieron y que leemos todavía. Me gustaría entonces imaginarlo, un tanto socarrón, mientras pide a Dios que perdone a sus verdugos porque no saben lo que hacen, mientras supone que escribe: y escribe, y escribe.
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