LA HABANA, Cuba.- Eras la amante perfecta, siempre dispuesta al amor con toda la esplendidez de tu cuerpo sólido, inconcluso, pero frágil como una dulce doncella de apetitos inocentes.
Perdóname si alguna vez te maltraté, si fui tu verdugo una noche de tormenta, tu ajusticiador cuando no me ayudabas a proseguir, tu peor enemigo cuando se rompía el alma de tu adorable e imprescindible cuerpo, porque sin tu auxilio ¿quién era yo sino una errante infecunda?
Si nunca pudiste librarte de mí, fue porque nos sentíamos más libres que los pájaros, con un amor sin altas ni bajas, sin crisis al estilo matrimonial, sin separaciones ineludibles, sin firmas conyugales absurdas, sin juramentos vacíos en presencia de extraños.
Olympia, no te mereces vivir a escondidas, en un armario cerrado a cal y canto, sin que mis manos te acaricien como hice durante tanto tiempo. Tú que fuiste mi guía espiritual, mi más íntima confidente, mi cómplice, testigo de todos mis pecados, inspiraciones, de todas mis más sinceras declaraciones políticas y amorosas.
No sabes, querida mía, con cuánta tristeza acabo de mirarte, tú que conocías cada lágrima, cada sonrisa de mi rostro, el ágil y firme movimiento de mis dedos cuando se hundían, se clavaban en cada una de tus letras tan sabias, se deslizaban y volvían a hundirse, mientras tú, siempre auxiliadora de esta mujer que gritaba lo terrible de la vida, para que todos nos tuvieran que oír.
Hoy, aunque no lo creas, después de diez años de ausencia, tuve el valor de levantarte en peso –casi no podía contigo-, de verte tal como eras sobre mi escritorio, como en aquellos tiempos impetuosos de nuestra juventud en que nos violábamos tan dulcemente y apenas dormían los vecinos con tus quejidos sonoros de TAC, TACATAC, TAC, TACATAC.
-Por favor, dejen dormir.
Y yo me quedaba mirándote, desolada, así durante horas, porque no teníamos derecho a perturbar el sueño de nadie con tus quejidos, tus suspiros, aquella manera que tenías de secundar mis más fervientes impulsos de escritora apasionada.
Tu historia está llena de sorpresas. Volviste a nacer una madrugada, cuando mi hija Maricarmen te salvó de las garras de la policía política.
-Esa máquina no es de ningún Partido. Mi madre escribe en ella hace más de treinta años –, gritó mi niña buena, muertecita de miedo, aquella madrugada del 10 de marzo de 1990, cuando los esbirros cargaban con todos mis papeles, como si fueran bombas atómicas.
No recuerdo en qué lejano año del siglo pasado te traje a casa, te brindé el mejor lugar de mi dormitorio, comenzaste a tener la audacia de reflejar mis pensamientos en miles y miles de hojas blancas de papel. Pero sí sé que hoy es el día que más te necesito, impetuosa, vehemente… Dios mío, para no sentir la vergüenza de tener las manos tan quietas sobre ti.