LA HABANA, Cuba. – “Era un bloque de hielo”. Así, con pocas palabras, lo describió, para un periódico de Madrid, uno de los trabajadores del aeropuerto de Barajas que pudo ver con sus propios ojos el cadáver de Adonis Guerrero, el joven de 23 años que huyó de Cuba en julio de 2011 en el tren de aterrizaje del vuelo 6620 de Iberia.
El tórax aplastado, desfigurado por las múltiples cortaduras y por los signos de dolor y terror aún visibles en el rostro cubierto de sangre son elementos que hablan por sí solos de la desesperación que debió invadir a quien se lanza al lance suicida de escapar del país donde sobrevive.
Del centenar de casos de polizones hallados en aviones y que han sido reportados en todo el mundo desde finales de los años 40, de acuerdo con los datos registrados por la Administración Federal de Aviación de los Estados Unidos, solo cerca del 20 por ciento ha logrado sobrevivir a la travesía.
Cuba se destaca en los primeros puestos como uno de los países con más víctimas mortales, así como sobrevivientes.
Habiendo ocurrido todos los casos entre finales de la década de los años 60 ‒con el famoso episodio protagonizado por los adolescentes Armando Socarrás y Jorge Pérez Blanco, en junio de 1969‒, y el año en curso ‒con la más reciente noticia del trabajador del aeropuerto de La Habana que arribara hace unos días a Miami en la bodega de carga de una aeronave de la compañía Swift Air‒, la isla sobrepasaría la docena de estos casos, al mismo tiempo que se reservaría hasta un 10 por ciento (quizás un poco más) de estadísticas tan aterradoras donde el grueso lo conforman países que atraviesan por crisis económicas profundas, en situaciones de guerra o de caos interno, sociedades restrictivas o con regímenes totalitarios.
Los polizones en trenes de aterrizaje y bodegas de carga no son para nada el show de un deporte extremo practicado por suicidas sino la expresión más dramática de lo que pudiera estar sucediendo, referido a la migración, al interior de los países de donde intentan escapar estas personas, casi siempre jóvenes en edad laboral o de estudios, como fueran los casos de la estudiante de derecho de la Universidad de La Habana, la sobreviviente Sandra de los Santos, de 25 años, quien se escondiera en un bulto de DHL, en una travesía aérea desde Bahamas; o el de Alberto Esteban Vázquez, de 17 años, y Maikel Fonseca Almira, de 16, quienes cayeron, ya muertos, desde una aeronave de British Airway, en las cercanía de Londres y durante la Navidad del año 2000, como para remarcar que el arribo de Cuba al nuevo milenio apenas traía más de lo mismo para las nuevas generaciones.
Eran estos dos muchachos estudiantes de una escuela militar de Guanabacoa; tan “dignos ejemplares” del “hombre nuevo” como aquellos otros dos soldados del servicio militar de un regimiento de Managua, en las afueras de La Habana, que a finales de los años 90, a punta de fusil, se lanzaron a secuestrar el primer avión que encontraran en la pista de Rancho Boyeros y que pudiera llevarlos a donde fuera, incluso a la muerte.
Al revisar los reportajes de la época no solo se termina espantado por los testimonios de los sobrevivientes (o de quienes hallaron los cadáveres de los que no alcanzaron a terminar la travesía infernal), sino por las edades de esos que pudiera decirse eran apenas niños cuando, llenos de sueños, acorralados por la miseria, condenados al encierro o impedidos de pensar con total libertad, buscaron alivio en una fuga demencial como último recurso.
Muy pocos han sobrepasado los 25 años de edad, así como casi siempre los episodios suceden en verano, quizás cuando el calor torna más insoportable ese “experimento social” al que algunos llaman país, mientras otros lo nombran cárcel.
Armando Socarrás contaba apenas con 17 años, al igual que su amigo de estudios Jorge Pérez, cuando en junio de 1969 se escondieron en el tren de aterrizaje de un DC-8.
Armando sobrevivió casi de milagro ‒incluso a los sucesivos reclamos de extradición por parte de la cancillería cubana que en aquellos años mantenía relaciones de afinidad con la dictadura de Franco‒, mientras que su compañero, capturado por la policía cubana, debió pasar varios años en prisión hasta que en 1980 pudo viajar a los Estados Unidos y darle un mejor final a la proeza que pudo terminar en tragedia.
También era bien joven el trabajador del aeropuerto José Martí, Víctor Álvarez Molina, de 22 años, cuando en diciembre de 2002 sobrevivió a la hipotermia severa que sufriera a causa de viajar cinco horas en un DC-10 de Cubana de Aviación que hacía la ruta La Habana-Montreal.
No corrieron con la misma suerte José Manuel Acevedo Cárdenas, de 20 años, y Alepis Hernández Chacón, de 19, cuando en julio de 1991 lograron colarse en el tren de aterrizaje de otro DC-10 pero esta vez de Iberia, que en su vuelo 944 cubriría los cerca de 9 mil kilómetros que separan a La Habana y Madrid.
Los cuerpos de estos dos chicos se convirtieron en hielo como sucedería años después con Adonis, quien permaneciera semanas sin identificar en una morgue de la capital Española como destino final del que fuera su primer y único viaje. Los tres iban con ropa ligera de verano, como si marcharan a un día de playa, como si la decisión de largarse de Cuba hubiese sido tomada sin pensar en las consecuencias, con la ingenuidad o la fantasía de cualquier niño o con el ensimismamiento y la irreflexión de los chiflados.
Demasiado nuevos también eran Roberto, de 24 años, y Wilfredo, de 20. El primero sobrevivió en el 2000 a un viaje de 15 horas hasta París dentro de un contenedor de carga de Air France. Un sacrificio en vano porque las autoridades francesas le negaron el asilo, quizás bajo los efectos de esa misma ceguera “diplomática” que, por temporadas, todavía padecen ciertos países de la comunidad europea.
El segundo joven, que viajaba descalzo en el espacio de apenas 0.60 por 2 metros del tren de aterrizaje de un avión de LTU con destino a Dusseldorf, Alemania, fue hallado sin vida en julio de 2004.
Algunos veranos antes, en 1999, Félix Julián García, de 28 años, encontró la muerte en un Boing 777 de British Airway. Desde los 19 había comenzado con los intentos de escapar de la isla por lo cual guardó prisión en dos ocasiones.
Apenas un mes después de su muerte, en ese mismo 1999, en el mismo umbral del milenio, el cadáver putrefacto de Roberto García, entre las pocas víctimas con más de 40 años de edad, fue hallado en un aeropuerto italiano, después de pasar días atorado en el tren de aterrizaje de un avión de la compañía Eurofly que había tocado tierra cubana por Santiago de Cuba.
La lista no es demasiado extensa como sería la de balseros desaparecidos, tragados por las aguas, cuerpos de jóvenes, niños y niñas, mujeres y hombres de cualquier edad perdidos en las selvas, que en la convergencia y contraste de cálculos emitidos por diversos organismos se han estimado en más de 70 mil emigrantes cubanos que, en los últimos 60 años, no han llegado vivos a sus destinos.
Pero por lo raro y extremo, más de una docena de polizones en naves aéreas, alguno de ellos cadáveres aún sin identificar o que apenas han sido noticia un par de días, resulta perturbador.
Este verano de 2019, con el arribo a Miami del cubano Yunier García Duarte, de 26 años, no solo se suma uno más a la cifra de polizones cubanos, o de increíbles y mediáticos sobrevivientes, sino que se reafirma que la situación de los jóvenes en Cuba en poco o nada ha cambiado, y que el bienestar prometido no es más que una deuda sin pagar para las nuevas generaciones.
Con el joven Yunier, a la espera de que lo admitan o lo deporten, Miguel Díaz-Canel tiene ya a su primer polizón aéreo en su cuenta personal. Si supera o queda por debajo del récord de sus predecesores, eso lo dirá el tiempo. Pero algunas señales nos hacen intuir que este nuevo aventurero suicida es continuidad en las mismas causas del fenómeno migratorio cubano y que, en dependencia de lo que determinen tanto los gobiernos de Cuba como el de los Estados Unidos en cuanto a Yunier, podría hacer que se vaya por más o por menos polizones.
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