LA HABANA, Cuba.- Ya pasaron cincuenta años desde aquella tarde que siempre se me antoja gris, ya se sucedieron todas las horas de aquella tarde en la que quizá el mundo intelectual cubano, y el foráneo también, pudo ponerse a especular sobre lo que podría suceder en la noche. Ya pasaron cincuenta años desde aquella tarde de abril en la que quizá se encapotó el cielo a pesar de la primavera. Ya pasaron cincuenta años desde aquella noche del 24 de abril, de esa noche que más que primavera debió tener la apariencia de una jornada de huracán. Ya transcurrieron cincuenta años desde aquel día en el que posiblemente anduve yo jugando a las escondidas o guiando a un papalote en pleno vuelo.
Ya pasaron cincuenta años y no recuerdo lo que estuve haciendo aquella tarde que antecedió a la noche; quizá estuve arrastrando un auto de mentira, jugando a las bolas o “haciendo de vikingo”, empuñando una espada de mentira. Esa tarde, el niño ingenuo que fui quizá puso los ojos en un libro para demostrar a mis mayores que me iba bien en la lectura, que muy pronto lo haría con una fluidez impresionante. Ya pasaron cincuenta años pero no sé qué hacía yo aquella noche que siguió a la tarde. No sé qué pude estar haciendo esa noche, durante esos instantes en los que Heberto Padilla se convirtiera, según él mismo, en culpable; quizá yo dormía, quizá soñaba que era el Che, que moría…, sin llegar a ser comunista como él.
Han transcurrido cincuenta años con todos sus días y sus horas desde aquella tarde en la que Padilla saliera de la prisión, desde aquella noche en la que muchos lo vieron entrar en esa sala de la UNEAC que aún existe, en esa sala que tiene muy cerca un busto de Villena, ese que no sé si ya se alzaba sobre su pedestal durante aquella noche en la que Padilla entró a la sala para cumplir con la autoinculpación que le habían exigido, probablemente cuando yo dormía, sin saber lo que pasaba lejos de mi cama y en una sala de la UNEAC, sin saber quién era Heberto Padilla, sin saber qué cosa significaba estar “Fuera del juego”.
El juego, al menos para un niño, no tiene un doble sentido, el juego es juego, es diversión. Estar fuera del juego jamás es, al menos para el niño que fui, estar en peligro. El juego no es un compromiso político para quién no reconoce aun lo que es la política. Estar fuera del juego es que tus amigos no te quieran en su equipo de pelota porque siempre te ponchas pero, realmente, estar fuera del juego es cuando: “A aquel hombre le pidieron su tiempo/ para que lo juntara al tiempo de la historia”. Estar fuera del juego es, como escribiera Padilla, cuando a aquel hombre “le pidieron la manos” cuando “le pidieron los ojos”, cuando “le pidieron sus labios”.
Estar fuera del juego es cuando te piden mucho más de lo que puedes dar, de lo que quieres dar, sin poder decir lo que realmente quieres, sin hacer visibles tus sueños. Estar fuera del juego es cuando despiden al poeta “al que solo le gusta el viejo Amstrong” y “canta entre dientes La Guantanamera”. Estar fuera del juego es no saltar cuando todo el mundo salta, es no inclinarse cuando todo el mundo se inclina, cuando todo el mundo grita viva y hacen zafras. Y sin dudas eso creía, y no sin razón, Heberto Padilla, y por eso lo castigaron, lo obligaron a retractarse, lo forzaron a hacer su “Mea culpa”, y aun así, como suponía Heberto, ni Wichi Nogueras, ni Rodríguez Rivera, se ocuparon de su obra.
Yo imagino a Virgilio Piñera en aquella sala, quizá dejándose caer en el asiento, avergonzado, temiendo que también le llegara su día, el día de culparse. Imagino a Virgilio reconociendo que a Padilla, después de retractarse, no lo devolvieron a la vida literaria, que sus libros desaparecerían de los estantes de las librerías, de las bibliotecas, de los programas de estudios de las universidades cubanas. Padilla desapareció, lo “mataron en vida”, y lo mismo pretenden hacer, cincuenta años después, con Luis Manuel Otero Alcantara; robando sus obras, impidiendo esas improvisaciones suyas que precisan del contacto directo con un espectador, con públicos diversos, esas obras que también se empeñan en desacralizar “la obra de la revolución”. El arte es, también para Luis Manuel, una práctica de libertad. El arte para Luis Manuel no se somete a nada que arruine esa libertad.
Otero Alcántara trabaja con la verdad, Luis Manuel no crea apoyándose en la acostumbrada simulación de quienes comulgan con el arte que recibe los aplausos oficiales, los beneplácitos del poder. Luis Manuel no concuerda con el silencio, y es libre cuando dice y cuando hace, y trabaja con autonomía, con audacia. Luis Manuel Otero Alcántara parece preguntarse, como antes se preguntó Padilla: “¿qué es el coraje sin una ametralladora?”. Padilla debió sentir los ojos del poder hurgando en su cuerpo, el ojo del poder tras la mirilla de la ametralladora que apuntaba a su cuerpo, a su coraje y su audacia. Luis Manuel sabe muy bien, como Padilla, lo que es un “Estado de sitio, y gritar cada verso de ese:
Estado de sitio
¿Por qué están esos pájaros cantando
Si el milano y la zorra se han hecho dueños de la situación
Y están pidiendo silencio?
Muy pronto el guardabosque tendrá que darse cuenta,
pero será muy tarde.
Los niños no supieron mantener el secreto de sus padres
Y el sitio en el que se ocultaba la familia
fue descubierto en menos de lo que canta un gallo
Dichosos los que miran como piedras,
más elocuentes que una piedra, porque la época es terrible
La vida hay que vivirla en los refugios
debajo de la tierra
Las insignias más bellas que dibujamos en los cuadernos
escolares siempre conducen a la muerte.
Y el coraje, ¿qué es sin una ametralladora?
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