Memorias del subsuelo: si los muertos hablaran

LA HABANA, Cuba.- Hoy estuve suponiendo al ruso Dostoievski en el caribe, escribiendo en Cuba sus “Memorias del subsuelo”. No dudo que algún lector incrédulo y muy rojo se atreva a juzgar como un delirio caprichoso que ande yo suponiendo al averno por acá y, peor aún, auscultado por Fiodor Dostoievski. Creo que suponer al ruso en Cuba, y en medio de este angustioso caos en el que hoy vivimos, no sería del todo delirante, sobre todo si reconocemos que vivimos en medio del infierno.
Confieso que tal atrevimiento, justo ahora y en medio de tanto desbarajuste, nos haría reconocer en algo nuestra existencia en un subsuelo dostoievskiano, en un infierno dantesco; tengo esa certeza, pero de Dostoievski tomaré, únicamente, el título de ese libro breve pero inmenso que son sus “Memorias del subsuelo”. Esas memorias me permitirán hacer más visible ese país en que vivimos hoy, también cercano al infierno de Dante, y a cualquier otro.
Y la verdad mayor es que en Cuba no se precisan hoy de los empeños escriturales de ese italiano del medioevo ni del ruso decimonónico. Cuba “se pinta sola” para hacer visibles sus desastres, sus infiernos, sus existencias subterráneas, esas que cada días son más numerosas, que cada día se pintan más, y hasta mejor, con ese rojo sangre al que tanto se respeta en cualquier geografía, en cualquier época, pero de todas formas tomaré ese título del ruso Dostoievski.
Creo que para hacer notar los parentescos bastaría con suponer ciertos monólogos que podrían germinar desde el subsuelo cubano, y también los discursos de algunos vivos que escaparon del infierno y de la muerte. Para demostrarlo sería suficiente conjeturar el discurso de algunos de nuestros últimos muertos, esos que se llevó un bicho que nació en China y se expandió luego por todo el mundo conocido, civilizado o no. Con algunos de ellos bastaría para relatar, reconocer, el fuego de este infierno cubano.
Imaginemos el estado cataléptico que algunas veces antecede a la muerte, conjeturemos los relatos de quienes viven en ese estado por un tiempo y que a duras penas sobreviven luego. Pensemos la muerte cierta, el corazón que se apaga lento, la sangre que no fluye, la inconciencia y la quietud definitiva. Imaginemos al muerto que queda abandonado, y para siempre, bajo la tierra, sin poder narrar su última odisea, las andanzas de la muerte apagando cada rincón del cuerpo enfermo, y su último estremecimiento, la quietud definitiva, en fin, la muerte.
Qué podrían decirnos entonces los que se fueron para siempre, que dirían para que entendiéramos bien lo que ha significado enfermar en Cuba, morir en Cuba. Qué podrían relatarnos. Qué diría el que miró a los ojos de su médico en el instante último, ese que precede a la muerte definitiva. Qué diría a su hijo, a su madre, a su esposo, a la amiga. Que dirá ese muerto que ya no debe nada, y al que no pueden manipular en su discurso. ¿Qué dirían esos muertos? ¿Qué escucharíamos?
¿Cómo se habrá sentido ese que escuchó, intuyó, incluso desde su gravedad, las noticias oficiales? ¿Qué pensó el que estuvo días esperando un PCR, ese PCR que ya no advertiría el discurso del cuerpo y ni siquiera el de la muerte? ¿Con qué cara, con qué vida, miró, imaginó, el enfermo a Díaz-Canel, desde su cama de enfermo, más bien de moribundo, mientras el comunista fabulaba descaradamente desde la pantalla del televisor? ¿Qué diría el moribundo, ese que conoció el infierno en un hospital cubano, sabiendo que no le quedaba tiempo para relatarlo?
Se dice, y con insistencia, que los muertos no hablan, pero qué sucedería si no fuera cierto. ¿Qué sucedería si los muertos hablaran? ¿Qué dirían desde esa última y profunda morada? ¿Qué dirían desde ese subsuelo dostoievskiano? ¿Contarían de sus últimas horas, de ese minuto final en el que ni siquiera pudieron despedirse del hijo, del nieto, aunque estuvieran cerca, en otra sala, y en igualdad de condiciones? ¿Qué contaría el que murió? ¿Qué va a decir de sus exequias? ¿Qué detallaría del enterramiento apurado y sin la solemnidad que merece la muerte?
¿Extrañaría el responso de un cura? ¿Qué diría el anciano, la mujer joven y embarazada, que diría el niño en edad escolar mientras se adentraba en una muerte desatendida? ¿Y qué diría el sepultado desde ese hueco que abrieron apresuradamente, sin el adiós de los suyos, sin el responso de un cura? ¿Qué diría el enterrado desde la breve profundidad de la tierra, desde ese subsuelo y junto a tantos desconocidos? ¿Qué diría si reconociera que él único parentesco que tiene con su vecino en la fosa común es el corazón detenido, la piel helada y el muy demacrado rostro de la muerte?
Y Cuba crece cada vez más en su subsuelo, en un subsuelo dostoievskiano en el que ya no habrá una memoria que reconstruya los últimos instantes del enfermo, del que quedará, incluso antes de la entrada definitiva al silencio, sin que consiga acostumbrarse a la idea de que otra vida le podría estar reservada, sin esa certeza que asistió a Sócrates, esa que le hizo creer al filósofo antiguo que era un hombre dichoso porque encontraría la felicidad, la protección, en ese mundo al que viajaría.
Si los cubanos muertos por la COVID-19 pudieran ordenar sus memorias desde el subsuelo que les está destinado, nos íbamos a enterar de muchas cosas que no contará el médico que estuvo en la cabecera del enfermo y lo miró entrar definitivo a la muerte, sin que pudiera insuflarle los pulmones, un poco de aliento, sin que pudiera prometerle que denunciaría su ausencia en esa relatoría diaria de fallecidos, sin que pudiera hacer saber a la familia del cadáver la tragedia que fue su muerte, tan mal asistida. Si los muertos por la COVID-19 expresaran sus memorias desde el subsuelo nos íbamos a enterar de las verdaderas dimensiones de esta pelea cubana contra los demonios comunistas.
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