TAMPA, Estados Unidos.-Venezuela está al borde de un conflicto social de proporciones impredecibles, debido a la conducta irreflexiva de Nicolás Maduro luego de su derrota electoral. Es cierto que su gobierno convocó a las elecciones parlamentarias y que aceptó públicamente la derrota, pero en menos de 72 horas, la frustración del Presidente comenzó a agravarse y aumenta cada día. ¿Por qué este cambio? Un breve análisis psicológico ayudará a comprender la actitud de este señor.
Debemos destacar que la situación socioeconómica de Venezuela es de tal gravedad, que la única medida sensata para calmar la desesperación del pueblo, sería el reconocimiento público del fracaso revolucionario y la búsqueda de soluciones diferentes a las de un socialismo que jamás ha logrado el bienestar de la gente en ninguna nación donde se ha implantado. Por supuesto, dicha medida está fuera del alcance de Nicolás Maduro, no sólo por convicciones ideológicas, sino porque el reconocimiento de los errores no está al alcance de un ególatra, y porque está demasiado comprometido con quienes le han acompañado en todos los desmanes que han enlutado los hogares venezolanos.
Por todo lo anterior consideró, como única alternativa, tratar de aliviar la tensión social mediante unas elecciones que él estaba convencido que ganaría, “de cualquier manera y a cualquier precio”; para esto contaba con el control absoluto de la prensa escrita, la radio, la televisión y, por si fuera poco, de un aparato represivo organizado con asesoramiento extranjero. Dis-ponía de jueces que obedecían sus órdenes, de un Consejo Nacional Electoral nombrado por el propio gobierno, y algo no menos importante: de la existencia del imperialismo, que en los países comunistas tiene la función de cargar con la culpa de todos los desastres y arbitrariedades que cometen a diario sus dirigentes.
Al acercarse el día de las elecciones, el miedo de Maduro se agiganta y comienza a trasmitirlo a todos los electores, amenazando, amedrentando y atemorizando con lanzar al pueblo a las calles si perdía. Mas al llegar el resultado de las votaciones se enfrenta a dos situaciones inesperadas: primero, que ha perdido, no por unos cuantos votos, sino por una mayoría aplastante y, segundo, el ejército se niega a secundar el fraude que pretendía hacer para salir victorioso.
Aturdido por estos golpes simultáneos, no le queda otra salida que reconocer públicamente el fracaso, pero en la medida en que pasan las horas comienza a aquilatar la magnitud de su derrota; muchos de los chavistas que lo respaldaban han votado en su contra y esa actitud atenta contra las leyes democráticas de las dictaduras, según las cuales cuando el voto es favorable al dictador se ha ejercido la democracia, pero si es contrario, significa traición. Por todo eso ahora es líder de una minoría y, tanto él como Diosdado Cabello, deben haberse planteado la misma interrogante, ¿dónde nos meteremos si todo se derrumba?
Ante esta hecatombe surgen la frustración, el miedo y la desesperación. Frustración por no haber logrado la victoria; miedo a perderlo todo, incluyendo la vida; y desesperación, porque es incapaz de encontrar otra salida. Entonces aparece la ira, la cual nubla su escasa inteligencia. Maduro comienza a lanzar bravatas y amenazas contra la nueva asamblea, advirtiéndole que no reconocerá sus decisiones; contra los chavistas que votaron en su contra, intimándoles con quitarles los beneficios otorgados y, por supuesto, contra el imperialismo y la burguesía. Es incapaz de comprender que, en estos momentos, sus actitudes tendrán el efecto de unir a todos en su contra y la minoría, que hoy lo secunda, se reducirá cada día más. Este hombre es incapaz de comprender que, por encima de la disidencia, su mayor enemigo es él mismo.
Si a Nicolás Maduro le importase el bienestar del pueblo y tuviera un mínimo de inteligencia, aceptaría la liberación de los presos políticos antes de que se lo exigieran y escucharía las sugerencias de la nueva Asamblea Nacional que, en última instancia le quitará del medio a Diosdado Cabello con su aura de narcotraficante y su nuevo look de presidiario. Pero es incapaz de hacer eso, porque siendo pequeño se cree grande y, en su delirio, cree que él es la patria y que su poder es absoluto. Esa idea absurda, ese rechazo a aceptar la realidad, lo convierte en un cadáver político que, al escuchar cómo doblan las campanas no comprende que no están doblando por la disidencia, sino por la revolución bolivariana que él mismo asesinó.