LA HABANA, Cuba.- No sé si algunos recuerden cuando en los años 90, en medio de la hambruna del llamado Período Especial, el gobierno, dicen que por iniciativa de la Unión de Jóvenes Comunistas, comenzó a vender pollo frito pero solo en las instalaciones de Expocuba, un área para ferias comerciales perteneciente al Consejo de Estado y que está situada en las afueras de la ciudad, casi en medio de la nada.
El pollo frito no se le podía vender a todo el que quisiera. Había requisitos para ganar el derecho de compra y el principal era que la persona debía llegar al lugar en bicicleta, después de pedalear decenas de kilómetros bajo el sol.
Había tanta hambre que la gente aceptaba el chantaje. Y escribo ‘chantaje’ porque no se puede hablar de reto ni de diversión. Eran tiempos de vida o muerte. ¿Lo siguen siendo?
Hay que advertir, además, que comprar una bicicleta era un derecho que solo era otorgado por las “organizaciones políticas y de masas” después que un comité analizara las “actitudes revolucionarias” del solicitante.
Algo similar sucedía con los bonos para adquirir hamburguesas en los pocos establecimientos que abrieron en el país (uno por municipio, en el caso de La Habana; y, al interior de la isla, uno en cada cabecera provincial). El Comité de Defensa de la Revolución seleccionaba a los mejores “cederistas” y los “estimulaba” con una visita a la hamburguesera.
No quiere decir que ahora las hamburguesas puedan ser adquiridas por todos. Comerlas continúa siendo privilegio de quienes puedan incluirlas en su dieta de acuerdo con la prosperidad de su economía.
No hay que olvidar que los “chantajes revolucionarios” no se pusieron de moda en medio de la crisis de los 90. En aquella época solo se hizo un tanto más visible el carácter absurdo de una práctica que ha sido habitual durante décadas.
Baste solo con recordar el llamado “Plan CTC” de los años 70 y 80, de la Central de Trabajadores de Cuba, por el cual solo los obreros vanguardias de la llamada “Emulación Socialista” (y los militares) podían adquirir equipos electrodomésticos en las tiendas o viajar de vacaciones a Varadero o a los países del “campo socialista”. Los “obreros” estimulados casi siempre fueron los mismos dirigentes sindicales.
Cuando aún éramos un país eminentemente azucarero, porque así lo había impuesto el Imperio Soviético mediante el mecanismo económico del CAME (por cierto, el edificio que antes ocupaba el CAME en Moscú actualmente es un banco privado), los obreros de la caña que superaban el corte de más de un millón de arrobas por zafra, eran beneficiados con la compra de autos o con el otorgamiento de casas.
Era la época en que aún se hablaba de “Internacionalismo proletario” y no de “exportación de servicios médicos” y entonces uno podía ver a un excelente cirujano colgado de las puertas abiertas de un ómnibus repleto y en marcha, mientras un machetero acudía a consulta en un LADA 1600 o en un FIAT Polski.
No es que en la actualidad se hayan enderezado las cosas. Aún hay muchos médicos en Cuba viviendo por debajo de los límites de pobreza y que hacen largas colas en las paradas o que cuelgan de las puertas de los ómnibus pero esos son los que no han podido hacerse con una misión de .salud en Brasil (o en donde sea, siempre allende los mares) porque, simplemente, no reúnen los requisitos de confiabilidad y de fidelidad a la “revolución”.
Sin embargo, los “médicos de exportación”, esos que han aceptado como algo natural la extorsión del gobierno, el chantaje revolucionario, esos retornan al país convertidos en ciudadanos de primer orden, es decir, con dólares en los bolsillos y con el derecho a una rebaja del 30 por ciento en las Tiendas Recaudadoras de Divisas.
El “chantaje revolucionario” continúa siendo un método usual en las relaciones de los gobernantes cubanos no solo con los ciudadanos que vivimos en la isla. Quienes han decidido marcharse de Cuba para poder hacer una vida normal en un país normal tampoco escapan de ese “chantaje revolucionario”: los mecanismos de aduana y de emigración que deben sufrir, los pactos de silencio que deben aceptar para ganar el derecho de entrar y salir sin problemas ni contratiempos, son parte del chantaje.
La obligación de largarse de la tierra que los ha visto nacer para poder regresar transformados en esos “ciudadanos dignos” en que los ha convertido solo sus holgadas capacidades de pago, también lo es, así como el aceptar esa política de “si no te gusta, entonces vete” en que la mayoría de los cubanos hemos sido domesticados en mayor o menor medida.
Es tanto el chantaje en que vivimos los cubanos que, desde hace ya muchos años, tal vez para aliviar la pena de haberlo adoptado como parte de la cotidianidad o para proyectarlo en su verdadera dimensión inhumana, animalesca, la gente creó el término “chacalismo”, que describe a ese individuo que vive, se impone y lucra del chantaje.
Hace unos días, mientras entrevistaba ―más bien conversaba― a un grupo de personas en la calle, sobre la visita del Papa Francisco y su relación con las normalizaciones diplomáticas entre Cuba y los Estados Unidos, alguien que solo escuchaba las opiniones en silencio de pronto intervino de modo explosivo, indignado. Refiriéndose al secretismo de las conversaciones entre Obama, el Papa y los dirigentes cubanos, exclamó: “Todos son una partida de chacalistas”. No agregó nada más y no hizo falta. Su brevedad me ha hecho reflexionar más que todas las tesis de los mejores analistas.