LA HABANA, Cuba.- “Así mismo es la vida”, le dijo un viejo señor a otro mientras salían del cine después de ver Los que no deben nacer —película basada en la radionovela homónima, que cerró el ciclo con que la Cinemateca de Cuba homenajeó a Félix B. Caignet a sesenta años de su fallecimiento—, demostrando que todavía quedan admiradores incondicionales del autor de El derecho de nacer, una de cuyas versiones cinematográficas había sido proyectada anteriormente también.
Aunque su incursión en el cine no tuvo ni remotamente el éxito de sus radionovelas, la popularidad de Caignet fue incomparable. Los críticos podían menospreciar su lenguaje empalagoso, lleno de metáforas rimbombantes, y sus ridículos argumentos que ponían a llorar a la audiencia, pero por escuchar El derecho de nacer se suspendían sesiones del Congreso de la República, se cambiaba el horario de las iglesias y muchos cines y teatros, para que el público asistiera, cortaban la tanda cinematográfica y transmitían el capítulo del día.
Si bien este hombre de mulata estirpe franco-haitiana, nacido cerca de Santiago de Cuba en 1892, fue un monstruo de la radio que creó la radiocomedia infantil, lanzó el primer serial dramático y policíaco de América Latina, inició el espectáculo radial episódico y el uso del narrador radial, y es el padre de la radionovela —madre de la telenovela—, quizás su genialidad radica en lo variado de su talento, pues además de escritor —con más de 200 comedias— fue también un gran compositor musical —con más de 300 obras—, y poeta, periodista, actor, pintor y hasta ventrílocuo.
Sus canciones tuvieron una difusión enorme — ¿Quién no ha escuchado Frutas del Caney?— e incluso una de ellas fue utilizada en la lucha contra Machado y prohibida por la dictadura, mientras Caignet era encerrado en el cuartel Moncada durante tres días. En su funeral, las hermanas Martí entonaron a capela sus canciones Te odio y Sin lágrimas.
Pero no hay duda de que su apoteosis ocurrió en 1948, con El derecho de nacer —surgida de un hecho doloroso en su vida—, que tuvo 314 capítulos durante un año completo. Incontables emisoras y cadenas radiales de diferentes países la transmitieron. Para el escritor e historiador de medios español Román Gubern, este fue el “apogeo del «melodrama católico» de éxito lacrimoso universal —incluida España—, emparentado, por cierto, a los «melodramas maternales» del prolífico gallego Juan Orol, que llegó de niño a La Habana”.
Las anécdotas relacionadas con esta radionovela son numerosas. Y la tragedia real no le fue ajena. Caignet había creado el personaje de Isabel Cristina para la bella actriz madrileña Maria Valero, que alcanzó así el estrellato, pero una madrugada, queriendo contemplar un cometa, fue atropellada por un auto en la Avenida del Puerto y su muerte devino conmocionado duelo popular.
Muy pronto comenzarían a producirse diferentes versiones, tanto para la televisión como para el cine, del melodrama que comienza cuando una mujer acude a la consulta del doctor Alberto Limonta para que le practique un aborto y él, después de negarse, le cuenta la historia de su vida. La versión que se proyectó en este ciclo, mexicana, se filmó parcialmente en 1951, durante el último gobierno democrático cubano —el de Carlos Prío Socarrás—, en La Habana esplendorosa que no imaginaba el oscuro destino que pronto se ensañaría con ella.
La película, con una factura que la cinematografía mexicana podía permitirse gracias a su infraestructura de producción, más avanzada que la cubana, resultó un tremendo éxito de taquilla y ayudó a difundir la celebridad del argumento, que pronto se convertiría en telenovela y llegaría incluso hasta el remoto público japonés. Además de los elementos cubanos mencionados, esta versión fílmica contó además con la actuación de Lupe Suárez, la actriz que había encarnado a Mamá Dolores en la mítica serie radiofónica original, y vino a reafirmar la compenetración entre ambas cinematografías, donde la mexicana ejercería como hermana mayor.
El otro film ya mencionado, Los que no deben nacer, de 1953, es una coproducción entre México y Cuba y, aunque bastante lejos en muchos sentidos de la anterior, es también una versión para la gran pantalla de una radionovela de Félix B. Caignet con el mismo título. Aunque la sinopsis asegura que su argumento es “el folletín elevado casi a categoría de tragedia griega”, en verdad tiene una dramaturgia y un lenguaje más pobres que El derecho de nacer, y menos convicentes. Un hombre adinerado —Enrique Santiesteban— padece de una tara genética que provoca que uno de sus hijos nazca sin piernas y el otro con propensión a las drogas y la locura. Cuando nació el primero, se lo cambió por un niño sano a una madre pobre cuyo malvado hermano vendió a la pobre criatura a un circo…
En definitiva, Los que no deben nacer sirve al menos para darle la razón al propio Caignet, cuando explicaba la más profunda motivación de su obra radial diciendo: “Lo que hice fue aprovechar la emoción popular para sembrar algo de moral, algo de bien. En Chan Li Po, combatí la marihuana; en Ángeles de la calle protesté por la niñez desvalida, y en El derecho de nacer, contra la discriminación racial”.
La vida, por supuesto, no es como él la imaginó, según creía el viejo señor al salir del cine. No lo era en 1950 ni lo es ahora, ¿y a quién le importa? La realidad puede ser más extraña e imprevisible que la ficción, pero no más fascinante ni con tanto poder de ensoñación, al menos no para las multitudes que han sollozado con Félix B. Caignet.