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Las murallas hediondas de Santa Clara

Santa Clara, Villa Clara, Cuba

(Foto de la autora)

VILLA CLARA, Cuba. – Desde encima del puente, ubicado en la misma carretera central de la ciudad, se distingue un ave carroñera que desentraña a alguno de los animales estropeados que arrojan a los márgenes del río. En pocos minutos se le unen otros comensales y el lugar se atiborra de auras tiñosas que sobrevuelan el lugar porque allí encuentran el alimento seguro. Debajo del puente hay varias viviendas, unas de mampostería, otras con tejados de zinc y recortes de aluminio.

El viejo que está sentado en la puerta de una de las más casas más precarias impide que unos muchachos asusten a las aves. “Si no fuera por esas tiñosas aquí no se pudiera vivir”, comenta. “Aquí tiran todos los días dos o tres perros atropellados en esa misma calle, o que se le mueren a la gente y vienen a botarlos al río, porque comunales no deja que los eches en la basura. Las auras se los comen, gracias a dios, porque nos quitan la peste de encima”.

La villa de Santa Clara creció entre dos ríos conocidos inicialmente como El Monte y de La Sabana, devenidos Cubanicay y Bélico, nombres que se conservan hasta la actualidad. Según precisa la investigadora Migdalia Cabrera, “para una ciudad que carecía de murallas, estas vías fluviales fueron como el muro dentro del cual crecía, con lentitud, pero sin retrocesos, este conjunto humano”. A fines del siglo XVIII y principios del XIX, en las márgenes de ambos ríos comenzaron a prosperar distintos negocios y se incrementó la edificación de solares y viviendas.

En aquel entonces, habitar estas riberas no significaba, como hoy, la coexistencia entre tantos inconvenientes sanitarios. Los ríos de Santa Clara son sucios, pestilentes, y se convirtieron en el sumidero público de la ciudad. Gran parte de su recorrido por toda Santa Clara ha sido ocupado por diversas familias, en viviendas legalizadas o conformando asentamientos conocidos como “llega y pon”. Muchas de estas casas vierten sus desechos sólidos a la corriente porque no cuentan con fosas sépticas ni desagüe hacia el alcantarillado público.

La vivienda del viejo, debajo del puente, se ha inundado varias veces con las lluvias frecuentes e intensas de este último mes. El colchón, ubicado en un espacio que funciona como recibidor y cuarto a la vez, está visiblemente manchado y las paredes transpiran humedad. “Esto se me vuelve una piscina”, se lamenta. “Aquí no viene nadie a preocuparse por mí, ni por mi hijo que está recién operado del colon hace cinco días. En esta zona hay mucha gente con niños y mira tú, nunca les dan respuesta de nada. La última vez que se metió la crecida vinieron a tirar cuatro o cinco tablas viejas. Los colchones se nos mojaron, pero no nos dieron ninguno, ni una gotica de cemento nos entregaron”.

 

Cerca de las ruinas de uno de los lavaderos financiados por Marta Abreu de Estévez viven varias de las familias más afectadas en la ciudad por los frecuentes desbordamientos de los ríos. “La última vez tuvimos que botar colchones, dos sillas y hasta una mesa que la puse al sol, pero el mal olor no había quien se lo quitara”, narra Arminda, una anciana vecina del lugar. “Lo peor de todo es que cuando empieza a llover tú no sabes cuándo va a parar, o si se te va a inundar la casa. Tienes que tumbar el catao para que no te coja la corriente dentro de la casa. Vives con ese salto en el estómago cada vez que se forma un temporal”.

Lo que arrastra la crecida

Hace más de tres meses, el desbordamiento del río acabó con el icónico puente de la calle Padre Tudurí, entre Toscano y Esquerra, que les permitía a los vecinos acortar el camino hacia los diferentes puntos de la zona. Tras el abandono y las lluvias, el sitio ha quedado consumido por la suciedad, las malas hierbas y una contaminación de desechos sólidos nunca antes percibida por los habitantes del lugar. “Este puente tiene su historia y le decían el puente de los negros. Yo creo que es hasta patrimonio de la ciudad, pero nadie se ha preocupado”, comenta una mujer que guataquea esa tarde el frente de su casa. Más allá, en la calle Real, otro de los puentes sobre el río fue demolido con la promesa de construir otro con mayor altura en su lugar, pero se detuvieron las labores dejando a los residentes desprovistos de un paso seguro sobre esa zanja contaminada.

“Aquí vinieron con unos equipos y revolcaron un poco, pero más nada. Esto siempre lo hemos destrabado nosotros, sin ayuda de comunales ni de acueducto y alcantarillado. Esta vez estuve una semana sacando suciedad del patio y de la casa. El agua me da hasta la cintura cuando llueve mucho”, prosigue una mujer que se identifica como Teresa Guillén y que muestra el interior de su vivienda, en la que dispuso una pequeña tapia en la puerta para evitar la penetración de las aguas turbias.

Gran parte de los desechos de las viviendas y centros laborales que colindan con los ríos van a parar allí. En la tesis de diploma del autor Eduardo Gime de Oliveira, sobre la calidad de las aguas utilizadas para regadío en el “Valle del Yabú”, se especifica que el 79 % de la población, “incluyendo centros industriales y hospitalarios, vierten directamente sus aguas residuales, sin tratamiento o con tratamiento deficiente, hacia el curso de los Ríos Bélico y Cubanicay”.

En la investigación se precisa también que fue producto del desarrollo poblacional e industrial de los años 60, incompatible con el sistema de alcantarillado y la planta de tratamiento que existía. A esto se le suma, reconoce el tesiante, “el mal estado de la red de acueductos y alcantarillados, así como la ausencia de una labor sistemática de saneamiento de los ríos”.

La casa de Tania Sosa también colinda con una de las zonas más putrefactas del río Cubanicay. Su patio es la propia margen de ese afluente hediondo en el que tiene ubicada su zona para lavar, con tres cordeles de ropa que se avistan desde la calle. “El agua para tomar la tengo que buscar de otra casa, lejos de aquí, porque me da mucho asco hacer un pozo en esta zona. Hay gente que los hace y la usa para limpiar, pero no se puede consumir. ¿Tú no ves que ese río arrastra de to´?”

Cuando llueve con fuerza, casi todas las tardes de este mes, en la sala de Tania se le acumulan todo tipo de desechos arrastrados por la corriente y ella misma los enumera: “pomos plásticos, jabas de nylon, pedazos de troncos, almohadillas sanitarias…hasta clarias se me han metido para aquí dentro”.

En la ribera del Bélico hay cuatro casas que apenas se distinguen a causa de la maleza. Alfredo está sentado en la puerta y escucha a Los Mojados. Baja la música y le preguntamos cómo logra soportar el olor desagradable que se percibe en su patio. “Uno se acostumbra”, responde. “Lo peor no es olor, son las ratas, que entran a la cocina como Pedro por su casa, y otra cantidad de bichos que no te puedes imaginar. Antes comunales venía a chapear y a limpiar toda la hierba, pero ahora el marabú se ha cogido todo esto. Después quieren que uno no coja enfermedades, pero esto no es vida”.

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