LA HABANA, Cuba. — El pasado 12 de enero fue noticia el ingreso en prisión del cantautor Fernando Bécquer. Como se recordará, tras largas demoras, el músico fue sometido a un juicio, en el que desfilaron decenas de mujeres. Ellas narraron los abusos sexuales a que las sometió el mediocre artista. La pena impuesta de inicio no fue larga: cinco años. Pero aun esta pareció excesiva al tribunal superior, que la rebajó a sólo tres años y cuatro meses.
No obstante, lo más escandaloso en este caso no fue la duración del castigo decretado, sino la sustitución de la cárcel por una pena subsidiaria de limitación de libertad. En esencia, eso significaba que Bécquer seguiría haciendo su vida normal. Tal fue el pago que hicieron los represores a la fidelidad política del acusado, quien, usando la arcaica y repulsiva retórica castrista, proclamaba ser “un trovador de Patria o Muerte”.
Pero ya conocemos el refrán de los antiguos griegos politeístas: “Los dioses ciegan a quienes quieren perder”. El señor Fernando pudo haberse limitado a disfrutar la sanción escandalosamente benévola impuesta por las cortes comunistas. Y conste que la califico así porque —como ya señalé— su culpabilidad fue declarada no en base al dicho de una sola fémina, sino a los de muchas de ellas.
En lugar de hacer eso, Bécquer, de manera contumaz, optó por continuar haciendo ostentación de su misoginia a ultranza. Y en tan gran medida, que las señoronas del castrismo se consideraron en el deber de arremeter contra el cantautor. Tanto la cabecilla de la FMC (Federación de Mujeres Cubanas) como la señora Lis Cuesta (que dice su eminente marido que no es Primera Dama, pero que actúa como tal), invocaron en ese contexto la consigna “Tolerancia 0”.
Claro que, para quienes conocemos el modo en que suelen actuar los comunistas, está claro que la indignación de Teresa Amarelle y la no-Primera Dama no obedece a la indignación de una y otra ni a su conciencia feminista. Antes de animarse a actuar de ese modo, es evidente que ambas habían recibido la anuencia del alto mando rojo; si no, habrían seguido guardando silencio.
Los jerarcas comunistas actuaron como dueños que imparten órdenes a sus perros de presa: “¡Muerde!”, “¡sacude!”. De inmediato, los mismos jueces que habían mostrado tanta benevolencia al sancionar a Fernando Bécquer, dispusieron la suspensión de los beneficios que con tanta generosidad ellos mismos le habían concedido y ordenaron su ingreso en prisión.
Como plantea el colega Eloy Viera Cañive en El Toque: “La decisión de revocar la sentencia de Bécquer no es un acto autónomo y voluntario de un juez. Es un acto indicado”. Por su parte, Roberto Quiñones, en este mismo diario, se imagina “las llamadas telefónicas y las órdenes para reunirse de inmediato e instruir al tribunal correspondiente que revocara la bondadosa sanción aplicada”.
Ha sucedido con este turbio asunto lo mismo que pasó hace años con “Pánfilo”, pero al revés. Y conste que no me estoy refiriendo al simpático anciano interpretado por el joven y talentoso actor Luis Silva, sino a Juan Carlos González Marcos, el gracioso beodo que allá por 2009 se convirtió en representante y vocero oficioso de la generalidad de los cubanos con sus firmes reclamos de “¡jama!” y “¡comida!”.
En un trabajo periodístico que publicó CubaNet en septiembre del mencionado año, yo aludía al caso de este último. Como se sabe, sus jueces, de inicio, ordenaron su encierro durante dos años por “conducta antisocial”. Después, ante el clamor mundial que empezó a alzarse por quien —a no dudarlo— era un preso de conciencia más, esos mismos magistrados dispusieron su liberación.
En los dos casos judiciales que he mencionado lo que se pone de manifiesto es la total arbitrariedad de las cortes castristas. En ambos procesos, los juzgadores rojos dijeron primero “digo” y después “Diego”. No importa que en el caso de Bécquer hayan empeorado su situación, mientras que en el de “Pánfilo”, la hayan mejorado. Insisto: con los dos pasó lo mismo, sólo que al revés.
El grado de la arbitrariedad judicial en el “caso Bécquer” la recalca de modo magistral el colega Quiñones Haces en apenas cuatro líneas de su trabajo periodístico. Aparecen allí estas oraciones lapidarias: “Continuar haciendo declaraciones misóginas tiene más importancia que haber abusado de una veintena de mujeres, algunas menores de edad. Así de fácil”.
En el actual caso del cantautor mediocre, al igual que hace años en el de “Pánfilo”, se ha puesto de manifiesto el poder de la opinión pública. En uno y otro sucedido, si las autoridades judiciales cubanas enmendaron las arbitrariedades que habían perpetrado de inicio, fue sólo gracias a la indignación que ellas provocaron en las personas decentes, la cual se exteriorizó en el alud de críticas que cayó sobre las primeras.
Ya sabemos que si los jueces castristas retiraron el manto de virtual impunidad que habían extendido sobre Fernando Bécquer, no fue por su sentido de la equidad. Fue sólo porque lo más conveniente para el régimen, ahora mismo, era sacrificar al mediocre cantautor en el altar de sus mezquinos intereses continuistas.
Pero esa medida forzada constituye una demostración adicional de la progresiva desintegración que, felizmente, sufre en Cuba la causa comunista. ¡Que se preparen los incondicionales que creen que su chicharronería (“obsecuencia”, sería el término adecuado en correcto castellano) los salvará de la represión proveniente de sus correligionarios de la judicatura!
Llegado el caso, también esos apapipios tendrán que comparecer ante las parcializadas cortes castristas y conocer el interior de sus inmundas cárceles. Y esa realidad (que —repito— ha sido forzada por las circunstancias) servirá para debilitar aún más el poder controlador y absorbente del sistema que ha caotizado nuestra desdichada Patria.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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