LA HABANA, Cuba.- En el centro de La Habana, en una de sus zonas más turísticas, un viejo auto Lada, de fabricación soviética, prueba su motor, adaptado para carreras de esas que se corren clandestinas en muchos lugares de la Isla. La policía resguarda el perímetro para asegurar un buen espectáculo no para las personas que se aglomeran como observadores sino para un equipo de filmación de la BBC que trabaja en una escena de la célebre serie de televisión Top Gear que tiene por telón de fondo no solo el restaurado Capitolio, sino, además, la pintoresca pobreza del cubano de a pie y esos icónicos autos antiguos cuyo alquiler solo está al alcance de algunos pocos turistas.
El Lada soviético, pintado de un rojo que recuerda aquella bandera de la hoz y el martillo, acelera a fondo en solo unos cuantos metros y hace chillar los neumáticos en súbito frenazo en una esquina del Gran Teatro de La Habana. La gente sonríe, aplaude y se sorprende de los alardes de un automóvil que, en cuestiones de velocidad, representa lo opuesto a lo “rápido y furioso”, y ese contraste, lo sabemos, es recurso muy hilarante en las comedias.
Disfrazado de Fórmula 1, el auto pudiera pasar por ultramoderno pero, tras el maquillaje, todos saben que hay una vieja carrocería perteneciente a una época en que el idioma ruso estuvo a punto de convertirse en la lengua oficial de una isla que pareciera estar siempre a merced del amante de turno.
El viejo Lada, en una escena de Top Gear o, quizás, en un futuro próximo, manejado por el protagonista de la última entrega hollywoodense de Fast and Furious, no es simplemente un “cacharro” reactualizado, es, tal vez, como dijera una persona que junto a mí observaba la filmación: “una parábola del país en que vivimos”, es decir, una encarnación de una época de cambios donde se apuesta más por las apariencias que por las trasformaciones de fondo.
No hace mucho, refiriéndose a los tiempos que vivimos los cubanos, alguien me dijo: “Este país necesita de un buen quirófano y no de un salón de belleza”. Ahora, mientras observaba la filmación, aludiendo al auto, un espectador me hizo pensar en lo simbólico de algo en apariencias demasiado trivial cuando comentó: “Esa carrocería no puede soportar por mucho tiempo la potencia del motor. En cualquier momento se parte”.
Es posible que las pretensiones del episodio de Top Gear no sean demasiado simbólicas y que el auto soviético, el Capitolio y las personas que observábamos seamos solo parte de ese decorado de una moda que se cotiza bien en los mercados solo por su exotismo arcaico y no por su novedad.
Bajo ese boom de temporada llamado “Cuba” es que la Marvel ha inventado una aventura de Spiderman en el villaclareño pueblo de Remedios, o que la cadena televisiva Startz ha anunciado el rodaje de una nueva serie en la misma “Havana” de la más reciente temporada de House of Lies.
Pero, sin dudas, y lo más triste del caso “Cuba”, es que la moda no es solo por el acceso a la “fruta prohibida” (acceso que para nada es totalmente libre sino pactado en cuanto a los límites de permisibilidad, es decir, hay que guardar muchos silencios para que una entidad o persona extranjera logre la permanencia oficial en Cuba) sino por la comedia que representamos para el mundo en la misma cuerda del Lada soviético de Top Gear o de aquellos autos Chaikas donde viajaba Fidel Castro en los años 80 y que hoy son alquilados a los turistas para que vivan “una experiencia única”.
En este, nuestro escenario derruido pero de moda no solo hay color local y objetos del pasado, como en los museos, hay también mucho fósil viviente: vástagos del “máximo líder” que, esgrimiendo el sombrío encanto de lo obsoleto, hoy solo sirven para retratarse junto a Paris Hilton o a cualquier otra celebridad de paso, o que juegan golf (el otrora pasatiempo de la burguesía, prohibido durante nuestra era soviética) junto a magnates europeos o que pasean por el Mediterráneo en yates de lujo. Y de trasfondo de tanta comedia, el mismo escenario de Top Gear: un Capitolio restaurado a golpes de penurias para uso del Partido Comunista en su papel parlamentario.
Quizás sea bueno para un país como Cuba estar de moda y lo peligroso del asunto no es que sea breve, transitoria, sino que se extienda más de lo debido por una sola razón: estamos de moda porque somos obsoletos y nuestros dramas cotidianos parecen, al que no los vive a diario, una comedia interminable. Esa perpetuidad de lo ridículo y lo miserable es lo que en verdad es peligroso, porque puede convertirse en una marca del país, es decir, en un renglón exportable.