LA HABANA, Cuba.- El presidente cubano, Miguel Díaz-Canel, está empeñado en ponerle fin a la sustracción ilícita de combustible en las empresas estatales, pero lo más probable es que sus esfuerzos no tengan la más mínima relación con el éxito.
La lucha por detener el tráfico en este sector clave de la economía es un objetivo de vieja data, y a todas luces tendiente a prevalecer en medio de las periódicas intervenciones de funcionarios en los medios de prensa.
Y es que el robo de lo que sea, es una práctica que muy pocos pueden evadir, en aras de sacarle un tramo de ventaja a la escasez generalizada, la inflación, y al salario promedio de menos de un dólar diario.
Se trata de una cultura de la supervivencia, que hace mucho tiempo rompió los diques de un modelo político supuestamente revolucionario, capaz de, entre otros disparates, crear y reproducir un sujeto social modélico (el hombre nuevo), y alcanzar niveles de desarrollo espectaculares con el liderazgo de la empresa estatal socialista.
La historia demuestra lo contrario. Cuba es una suma de relativas conquistas sociales y notorios fracasos.
Basta fijarse en los niveles de indisciplina, mostrados sin pudor, en la vía pública, escuelas, centros de trabajo y vecindarios, para advertir que el caos no es una interpretación forzada de la realidad, sino una condición dominante de la que es imposible escapar.
Todos los clamores por el orden desde el poder resultan patéticos, incluido el de Díaz-Canel. Un personaje que conoce bien los factores desencadenantes de las corruptelas a todos los niveles de la sociedad.
Y es que el Estado es el único culpable en la estimulación de este tipo de comportamientos, a raíz del obstinado deseo de conservar su hegemonía a través de regulaciones y decretos que obstaculizan las posibilidades de un mejoramiento del nivel de vida, mediante el esfuerzo personal.
Se trata de una estrategia política que favorece la igualdad en la pobreza, y la magnificación del centralismo económico como el medio por excelencia para salir del estancamiento.
La disposición para impulsar nuevas tácticas que pongan freno al hurto de combustible, chocarán con los poderosos intereses de los implicados.
Se sabe de antemano que la continuidad del pillaje está garantizada, después de esas operaciones policíacas que culminan con el arresto de algunos chivos expiatorios, quizás un rimbombante anuncio en el noticiero y la afirmación de un alto funcionario de que ahora sí se acabó el relajo.
Las ventas solapadas de petróleo y gasolina son una de las más lucrativas en el amplio universo de ilegalidades, y, por tanto, sus beneficiarios no van a replegarse fácilmente por las amenazas del presidente.
Si acaso, moderarán sus ambiciones y seleccionarán con mayor cuidado a sus clientes, pero nada de abandonar una fuente de ganancias segura.
En este escenario se da por sentado que siempre habrá dinero de sobra para borrar expedientes condenatorios, y protegerse contra delaciones con amigos influyentes que salvan del aprieto con una oportuna notificación dirigida a la oficina de algún dirigente de alto nivel.
Todo está dispuesto para que esas promesas de terminar con el desorden sean tomadas como fuegos de artificio.
Saquear las empresas estatales, en la medida de lo posible, es un mandato de la supervivencia. Un proceder común, bajo la máxima de que “ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón”.
Los responsables de los desfalcos sienten que es una reacción lógica. Otros lo ven como una guerra asimétrica, donde es necesario anotarse victorias, aunque sean pírricas.
De esos triunfos depende el sustento de miles de familias y, por otro lado, la vida disipada de los gerentes de las gasolineras, que a menudo obtienen la codiciada plaza, gracias a su militancia en el partido o el historial de acciones en apoyo a la revolución.