LA HABANA, Cuba. – Es de agradecer que Ernesto Daranas haya tratado este tema en su nueva película, diluyéndolo con eficacia en una de las principales sub-tramas. Claro que aquello que nos muestra Conducta es un pálido esbozo del siniestro drama que representan las peleas de perros, con todo lo que le cuelga. Tampoco tendría que hacerlo de otro modo, en tanto obra de ficción. Para ello existen la prensa y otros medios, obligados a insistir en los detalles más reveladores del asunto.
Por ejemplo, quienes no viven en La Habana, tal vez desconozcan que las formas de crianza de los perros y aun las propias peleas recreadas en la película, no se basan en las aristas más crueles y despreciables de esta tragedia.
En nuestra capital existen dos especies de perros peleadores. También hay dos categorías de perreros y dos tipos de enfrentamientos. La clase de los perreros menores (que es la que aparece reflejada en Conducta) está constituida por jóvenes o adolescentes que poseen animales no “auténticos”, o sea, que se han cruzado genéticamente con razas “inferiores” y que por tal motivo resultan menos feroces y valientes. Es la categoría B, por llamarle de algún modo.
Los encuentros de estos perreros menores son concertados de manera espontánea, y se desarrollan por lo común en casas y patios particulares de cualquier barrio, aun en los más céntricos, con apuestas más bien modestas y con espectadores que pagan por su acceso pero que no están obligados a jugar.
El juez imparte las reglas
Bien diferente es el mundillo de las peleas entre los Stanfford clase A, celebradas en los barrios y pueblos periféricos de La Habana, con apuestas astronómicas y con un soporte de empresa mafiosa, que funciona al margen de la ley pero a la luz del día.
La ubicación de cada escenario no es conocida por los asistentes sino minutos antes del horrendo espectáculo, cuando se dan cita los perreros acompañados por sus respectivos acólitos. La zona ha sido inspeccionada y cada elemento ocupa su puesto. El juez imparte las reglas. Las bestias permanecen separadas y vueltas de ancas entre sí, pues una vez que se vean frente a frente, ya es imposible detenerlas. Se lanzarán a entrechocar violentamente las cabezas, iniciando un combate que concluye con el total destrozo de una de las dos, o de ambas.
Esta subespecie que conforman los perros habaneros de pelea es un engendro derivado del Staffordshire bull terrier, mediante cruces que se manipulan malévolamente en busca no sólo de los más altos índices de agresividad y fuerza, sino también de un coraje ciego, que antepone la muerte a la derrota o al miedo.
En ocasiones, realmente escasas, el enfrentamiento tendrá que ser interrumpido ante la voz de “agua”, lanzada a distancia por alguno de los vigías. Significa que se acerca una patrulla policial y que, como siempre, deberá llegar tarde, cuando en el hemiciclo no haya más que rastrojos tintos en sangre.
Puede darse el caso de que los bandos rivales no consigan separar a las bestias a la hora de la desbandada, entonces optan por su aniquilación, para no dejar pruebas contra sus dueños. Pero son ocasiones excepcionales. Lo corriente es que en esta isla de pacifistas presos los perreros consuman a plenitud su vicio ruin, macabro, en tanto se forran de billetes, sin ser molestados.
Y no es porque resulte difícil identificarlos. Su facha los hermana. Al punto que parecen miembros de una legión de mellizos: gruesas cadenas de oro y en general joyas de exagerado brillo, prominentes estómagos, opulencia agresiva en el vestir, el gesto y la jerga; manos que son prolongaciones de la billetera, listas siempre para poner precio a los más leves favores o las complicidades más abyectas. Es una imagen pública que pretende imitar, en versión caricatura, la de los mafiosos de otras latitudes o de otros tiempos. Claro que dinero tienen, aun cuando estén lejos de alcanzar las cuentas bancarias de sus ídolos.
Miles de dólares por pelea
Cada uno de los enfrentamientos que organizan estos desalmados puede reportarles no menos de doscientos mil pesos (alrededor de 10 mil dólares). Sus bestias también se cotizan en cifras de tres y cuatro ceros aun recién nacidas, sin contar los gastos que demandan por concepto de cuidados especiales. En una semana, un perro de pelea clase A consume mayor cantidad de proteínas que cualquier cubano de a pie durante el año.
Todos disponen de las atenciones de un veterinario a tiempo completo y de uno o más empleados que atienden desde su aseo hasta su protección. Todos son entrenados por expertos. La infraestructura mafiosa comprende otros servicios –-muy bien pagados– como los de jueces para los combates, centinelas, choferes, guardaespaldas para los animales y sus dueños, abogados, testigos y depositarios para las apuestas, ya que a las lidias de los Stafford habaneros clase A no se puede asistir con dinero en efectivo. Las jugadas se cierran tres días antes, frente a una representación legal que les da cobertura de préstamos, y luego quedan depositadas en lugar seguro, testigos de por medio, bajo la custodia de alguien que se responsabiliza con su entrega al ganador.
Cada potentado perrero escoge a sus propios partidarios y va al combate acompañado por ellos. No existe la figura del espectador de paso, en tanto no hay entrada para quienes no hayan apostado de antemano una importante suma. A diferencia de las peleas de gallos que oficialmente se organizan aquí para turistas, con todo y que no son menos sanguinarias que las de perros, a éstas no tienen acceso los visitantes del exterior. Es otra de las muchas medidas de precaución tomadas por los perreros clase A. Sin embargo, ello no significa que se resignan a perder completamente ese jugoso segmento de mercado.
Desde hace ya algún tiempo, están proyectando su mercancía allende los mares, a través de películas de videos que filman en vivo durante los combates y cuyo precio, naturalmente, está en correspondencia con la exclusividad de la oferta.
Uno de tales filmes cuenta la historia de Popeye, perro feroz y temerario con fama de invencible, que fue campeón en casi toda la periferia habanera. Sin embargo, un buen día, en medio del combate, se escuchó la señal de alarma del vigía. A duras penas consiguieron desprender al campeón de su oponente. Pero una vez eludido el peligro y listos ya para reiniciar las hostilidades en un nuevo hemiciclo, Popeye decidió darle un chance a la paz. Entonces se echó delante el hocico de su rival, manso, indiferente, y se puso a contemplar la salida del sol.
Por supuesto que el The End de este filme no es con beso, ni siquiera con una tierna despedida entre el niño Chala y la maestra Carmela, como en Conducta. Es con un machetazo que separa la cabeza y el cuerpo de Popeye para siempre amén.
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