Foto reportaje: José Hugo Fernández
LA HABANA, Cuba –En la ciudad de Buenos Aires hay un restaurante llamado Prado y Neptuno, muy exitoso por sus ofertas de comidas u otros productos cubanos. Pero el restaurante Prado y Neptuno, de La Habana, está dedicado a comidas italianas. Es raro que a los comendadores del régimen no se les haya ocurrido hacer su agosto con el soporte cultural que contiene la intersección de estas dos calles, inspiradora de uno de los ritmos cubanos más conocidos en el mundo. Y raro también es que no la hayan rebautizado como la Esquina del Chachachá.
La rareza, desde luego, no radica en su falta de pericia como comercializadores –algo que resulta bien conocido–, sino en el hecho de que no se hayan aprovechado al máximo de la resonancia cultural de esa esquina, puesto que es lo único que saben hacer: vender nuestras tradiciones como productos turísticos, al tiempo que privan de ellas a su verdadero dueño, el pueblo.
Mucho ha llovido desde el año 1953, cuando Enrique Jorrín grabó el primer chachachá, La Engañadora, que hizo proverbial entre nuestra gente la esquina de Prado y Neptuno, otorgándole además renombre internacional. Ya sabemos que esta pieza recrea la historia de una joven habanera que, con tal de lucir más hermosa, abultaba su figura con rellenos artificiales cada vez que asistía a un salón de baile muy popular que estaba situado precisamente en esa esquina.
Hoy, a los habaneros no sólo se les imposibilita bailar en Prado y Neptuno. Tampoco pueden hacer ninguna otra cosa que no sea pasar, mirar y seguir de largo. Toda esa zona que la tradición recuerda como una de las más concurridas por la población, está copada por establecimientos para el turismo extranjero. Nuevos conquistadores europeos tomaron por asalto la Esquina del Chachachá.
Excluyendo el Parque Central, ya que al parecer no han encontrado el modo de cercarlo para impedir el acceso de nuestra gente, los otros tres puntos de esa esquina conforman territorio exclusivo de los conquistadores. Los cubanos son los verdaderos turistas allí, ya que sólo pueden ir a recrearse la vista, en el mejor de los casos; y en el peor, a mendigar o a intentar arañarle algún cuc a los foráneos.
En el propio restaurante Prado y Neptuno, con todo y no ser más que una oscura pizzería con una espantosa puerta principal, las ofertas o al menos sus precios parecen haber sido cuidadosamente diseñados para ahuyentar a los nacionales. No lo salva ni el hecho de que precisamente en la planta alta del inmueble estuvo ubicado el tan popular salón donde iba a bailar La Engañadora.
Atravesando el Prado, en el otro lado de la esquina, está el hotel Parque Central, un paraíso cinco estrellas apto únicamente para los nuevos conquistadores. Sus 279 habitaciones y sus diversos establecimientos de lujo ocupan toda una manzana. Realmente parte el alma ver tan desiertos los bonitos y espaciosos restaurantes de sus portales, o imaginar (por falta de otra vía de acceso) su gran piscina clásica al estilo griego, en la azotea, rodeada de palmeras y con una privilegiada vista panorámica hacia el Caribe y hacia toda La Habana Vieja; mientras, en los bajos, extienden la mano los limosneros de la ciudad.
En el restante punto de la esquina está el Hotel Telégrafo, la otra más antigua instalación de Prado y Neptuno, pues se encuentra allí desde 1899. Ya en 1911, luego de ser reconstruido, lo consideraban entre los más modernos de La Habana. No obstante, en época del gobierno revolucionario sufriría el abandono y la ruina que le tocaban. Hasta que, hace unos pocos años, los comendadores del régimen descubrieron su enorme potencial turístico. Entonces fue convertido en lo que nunca había sido, un coto de privilegio para extranjeros.
No en balde parece observar su entorno tan ceñudamente la estatua del patriota e intelectual Manuel de la Cruz, amigo y colaborador de Martí, cuyo monumento preside Prado y Neptuno, como una especie de salvaguarda, desde 1918.
Por cierto, muy cerca de este monumento fue detenida por la policía una extranjera (eran otros tiempos, claro) por pasearse casi desnuda por la zona para demostrar que ella no era como La Engañadora, o sea que su hermosura era auténtica.
Fue en 1953, justo el año en que Jorrín popularizó el chachachá. Virginia Martha Lachima, bailarina norteamericana, conocida como Miss Burbujas, se bajó de un taxi en la calle Ánimas vestida apenas con un monobiquini y una capa de agua transparente, y vino caminando por el Prado hasta la Esquina del Chachachá, con el nada discreto propósito de promocionar su figura ante el público.
Desde luego que hoy sobran las habaneras que podrían poner en ridículo a Miss Burbujas, en lo que a auténtica hermosura se refiere. Pero será mejor que no lo hagan. Sólo el diablo sabe de qué podría ser acusada alguna de ellas si se le ocurre perturbar la tranquilidad de los nuevos conquistadores de La Habana.
Nota: Los libros de este autor pueden ser adquiridos en las siguientes direcciones: http://www.amazon.com/-/e/B003DYC1R0 y www.plazacontemporaneos.com Su blog en: http://elvagonamarillo.blogspot.com.es/