LA HABANA, Cuba. ─ Kazajistán y Cuba son dos claros ejemplos de la crisis de regímenes continuistas que intentan seguir la estela de viejos dictadores.
En Kazajistán, luego de la separación de la Unión Soviética, Nursultan Nazarbayev, que había sido el mandamás durante los últimos años de la época comunista, encabezó un régimen dictatorial desde 1991 hasta 2019, cuando, anciano y enfermo, cedió el poder a un gobierno de incondicionales suyos.
Bajo el régimen de sucesión, que se tornó cada vez más abusivo y corrupto, se fue deteriorando el nivel de vida de los kazajos, que finalmente no aguantaron más y se sublevaron. Para aplastar la rebelión, el régimen tuvo que recurrir a la más feroz represión ─el dictador Tokayev ordenó disparar a matar─ y solicitar la intervención militar de los rusos. Está por verse si el régimen de Tokayev, apuntalado por el Kremlin, logrará mantenerse en el poder.
En el caso de Cuba, un país que no cuenta con los recursos naturales de Kazajistán y al que el socialismo castrista ha sumido en la indigencia, la tarea de los sucesores ha sido más difícil. El general Raúl Castro, que sucedió a su hermano Fidel cuando este enfermó en agosto de 2006, luego de gobernar durante doce años, cedió primero la presidencia y posteriormente la jefatura del Partido Comunista a Miguel Díaz-Canel. Desde entonces, el régimen sucesorio no levanta cabeza.
Los grises dirigentes de la continuidad, atenazados por las sanciones norteamericanas y la crisis provocada por la COVID-19, no atinan a enfrentar la situación sin cometer nuevos disparates e incurrir en papelazos.
El creciente descontento popular alcanzó su punto culminante con las multitudinarias protestas de los días 11 y 12 de julio. El régimen, que culpó de las protestas al gobierno norteamericano, entró en pánico y desencadenó una brutal represión. Cientos de participantes en las protestas, incluidos menores de edad, acusados de sedición y otros cargos, han sido condenados a penas de hasta 25 años de prisión.
Ante la incapacidad y desorientación de sus sucesores, Raúl Castro se ha visto forzado a hacer apariciones públicas en las que muy raras veces habla. Su sola presencia basta para recordar que es el único capaz de mantener el equilibrio dentro del Estado-Partido-Gobierno, entre los inmovilistas, los tentados por las reformas al estilo chino y los generales de las FAR.
Díaz-Canel ha dicho que recibe instrucciones de Raúl Castro y que todas las decisiones las consulta con él. Pero a juzgar por la falta de resultados, no parece estar funcionando el engranaje. Al régimen solo le queda la represión y esta solo genera más animadversión entre la población y descrédito internacional.
Raúl Castro demostró ser más pragmático que Fidel cuando lo sustituyó, pero desaprovechó las oportunidades: en vez de los cambios estructurales que propuso inicialmente no fue más allá de parches y remiendos. Se vio atrapado, más que por sus propios temores y aprensiones, primero por las continuas interferencias del Máximo Líder, y luego de su muerte, por el sector más inmovilista del régimen, a quien no quiso contrariar, y por la burocracia corrupta que no dejó de poner zancadillas a los cambios, por tibios que fueran, para no ver perjudicados sus intereses.
Durante los doce años que gobernó y después de ceder formalmente el poder, Raúl Castro, en vez de reformas de calado, decidió mantener como pudo, haciendo piruetas, los ripios que quedan de un sistema que no tiene arreglo. No se podía esperar otro resultado que el actual desastre.
Los mandamases de la continuidad se muestran cada vez más torpes y desatinados con su retórica socialista, su populismo hipócrita y las soluciones caprichosas, simplistas e infantiloides que, en vez de resolver problemas, los agravan.
Como las instrucciones de Raúl Castro parecen serles insuficientes, les ha dado por un culto casi religioso a la figura de Fidel Castro con el que no hacen más que incurrir en nuevos ridículos.
Además de los monumentos que, contradiciendo la última voluntad hecha ley (la 123 del año 2016) del Comandante, le han erigido recientemente, y el colosal despilfarro de recursos en el fastuoso Centro Fidel Castro, están las invocaciones con ribetes oscurantistas al extinto Líder, solicitándole su guía y protección. No cuesta imaginar a los mandamases en torno de una mesa con un vaso de agua, tomados de las manos en un cordón espiritista, invocando al Ser.
La mayoría de los cubanos, y principalmente los jóvenes, tienen asuntos que les ocupan e interesan más que la adoración a Fidel Castro y el recordatorio de sus hechos. Hoy, solo a algunos viejitos nostálgicos se les escucha decir que “en tiempos de Fidel estas cosas no pasaban”.
Los sucesores de Fidel Castro no tienen ni remotamente las mañas, la astucia y el carisma para engatusar que, a pesar de los reveses, le permitieron al Máximo Líder gobernar omnímodamente durante más de 47 años (desde el primero de enero de 1959 hasta agosto de 2006). Pero esos mismos rasgos del Comandante que exigían la total obediencia e incondicionalidad de sus colaboradores impidieron la emergencia de relevos eficientes y capaces para cuando él ya no estuviera.
Los actuales mandamases, presumiendo con vacunas y medallas deportivas, remendando baches y tuberías en los barrios más pobres, con cancioncitas politiqueras y sometiendo a la población al bombardeo ideológico, no conseguirán recuperar la gobernabilidad que han ido perdiendo.
Los diez años de convalecencia del Comandante le permitieron dejarlo todo bien atado en manos de Raúl Castro. Pero los amarres del envoltorio hace tiempo que están aflojándose y ya no basta la represión por sí sola para mantener las ataduras.
Eso ha pasado en muchos regímenes personalistas. Los sucesores de los dictadores que se apartan del poder consiguen gobernar unos pocos años, pero finalmente caen. Cuba, por mucho que quieran los mandamases del neo-castrismo imitar a Corea del Norte, no tiene por qué ser una excepción. Los cambios que conducirán al desplome del régimen de la continuidad son inevitables. Todo es cuestión de tiempo.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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