LA HABANA, Cuba.- Yadira tenía una meta que cumplir. Si no lo hacía, su salario, que promediaba unos 16 dólares al mes, se vería afectado. De igual modo, si sobrecumplía lo normado, es decir, la imposición de una multa diaria, multiplicaba por dos, tres y hasta cinco veces su sueldo, sin embargo, por mucho que se esforzaba y hacía cuentas, el dinero no le alcanzaba para cubrir las necesidades básicas de ella y su hijo.
Yadira es joven y estudió finanzas. Hasta hace apenas un mes fue inspectora de un Consejo de la Administración en un municipio de la provincia de Matanzas, y aunque su trabajo, según sus propias palabras, consistía “en combatir las ilegalidades” y “poner orden dentro del caos”, admite que su labor como funcionaria del gobierno fue solo una fachada que le aseguraba una entrada de dinero extra y que es imposible negarse a la corrupción.
“Me hice inspectora muy conscientemente de lo que había pero nunca me gustó abusar”, dice Yadira aun dudando de nuestra promesa de proteger su identidad y quizás hasta intentando justificar las cosas que hizo y por las cuales estuvo a punto de ir a prisión.
Hoy tiene 32 años pero trabajó como inspectora desde los 28, después de un período breve como “trabajadora por cuenta propia”, que es como el gobierno categoriza y hasta cierto punto “estigmatiza” a los empleados del sector privado.
“Me gradué y me puse a llevar libros de cuentas, eso me daba poco dinero pero me enseñó algunos trucos que me sirvieron como inspectora (…). Primero me hice fiscal de la ONAT (Oficina Nacional de Administración Tributaria) pero al año pasé al CAM (Consejo de la Administración Municipal) a atender a los cuestapropistas (…). Ya yo sabía que era como una mafia porque siempre hay una multa que poner, por mucho que la gente se cuide (…), no sé, si una mosca se posa en un vaso, yo puedo decir que hay falta de higiene porque no puede haber moscas, vaya, es un ejemplo, pero siempre hay motivos para poner la multa, por eso no hay más remedio que estar en buenas con el inspector”, apunta Yadira.
Como cualquiera de los más de 5 mil inspectores estatales que existen hoy en Cuba, Yadira, quiera o no, debía sancionar con multas o con cierres tan solo porque “así está establecido”.
“Yo debía poner, tan solo para cumplir la norma, unas 30 multas al mes (…), había días donde había que hacer más (…), por ejemplo, el jefe nos decía que teníamos que cerrar los negocios de la calle tal, porque el gobierno quería hacer algo en ese lugar, un parque o recuperar un local arrendado que los mismos cuentapropistas habían arreglado, entonces usaban a los inspectores (…). ¿Por qué ellos (el gobierno) no iban y les decían “tienen que irse de aquí”? Porque para eso estábamos nosotros. Empezábamos a meter multas y más multas hasta que se cansaban, eso era criminal”, reconoce Yadira.
Son una mafia
Frank tiene una cafetería en la misma ciudad de Matanzas. Como en los alrededores confluyen varios centros escolares, su negocio ha prosperado lo suficiente como para hacerle pagar 200 pesos (8 dólares) diarios a un inspector estatal tan solo para que, como él mismo dice, le “perdonen la existencia”.
“Hay días que sin vender nada yo tengo que pagarle los 200 pesos, si no me cierran (…), y no puedes quejarte, no puedes denunciarlos porque es una mafia (…). No es que yo tenga las cosas mal, ni que yo venda comida en mal estado, ni robada, nada de eso, es que estamos en Cuba y en una pelea entre el gobierno y cualquiera, siempre van a tener las de ganar (…), mejor pago y ya”, comenta Frank quien además se extiende en otros detalles de su situación de chantajeado.
“La primera vez vienen y empiezan a pedirte papeles y más papeles, declaraciones, recibos del banco, de la tienda, cosas que uno no tiene arriba, que uno las tiene en la casa (…). Vienen a la misma hora en que hay más venta y entonces tienes que parar, y están horas y horas en lo mismo hasta que ya tu sabes lo que quieren. (…) Tú estás desesperado por vender, son unos canallas, entonces muchos no quieren que les des el dinero en la mano sino que se lo pongas dentro de un pan o que se lo mandes con cualquier chiquito de estos que vienen a comer, a veces son hasta sus propios hijos que están en esa escuela (te dicen) ´oye, dice mi mamá que le mandes lo de ella´, eso da pena, educan a esos niños en el chantaje (…). Ya no, pero por aquí pasaban todos los días hasta diez inspectores. Son como buitres. Ahora solo vienen los mismos de siempre pero no pasa nada porque todos ellos saben, son una mafia”.
En una situación en apariencias similar se encuentra Mirta, la administradora de un centro recreativo en las afueras de Matanzas. Sin embargo, a diferencia de Frank, esta empleada estatal ha sabido manejar la situación de chantaje a su favor y hasta se jacta de su “astucia”.
Al no ser la dueña del local, perteneciente a la Empresa Provincial de Comercio y Gastronomía, la prosperidad personal de Mirta no obedece a su honestidad como asalariada estatal sino al hábil manejo de unos mecanismos de control diseñados por un sistema burocrático que estimula la corrupción porque depende de esta.
“No te digo que no lo sea (chantaje) pero en este país una mano lava la otra. No lo puedo ver como un chantaje porque yo también los uso. Es como un pago por protección, es una inversión (…). A mí siempre se me han dado los negocios, nací para eso y nunca he tenido problemas”, admite Mirta bajo nuestra promesa de no revelar su verdadera identidad: “Por aquí pasan muchos turistas, yo recibo todo tipo de comida, carne de res, camarones, pescado bueno, jamones, quesos, así que te imaginas la lluvia de inspectores, auditores, policías, de todo pasa por aquí y todo el mundo quiere lo suyo (…). Bueno, a cambio me dejan tranquila (…). Te digo, aquí al lado abrieron una paladar que me empezó a hacer la competencia, me robaba todos los clientes, hasta que me cansé, le dije a una inspectora ´desaparécelos´, ´ciérralos´ y eso no duró ni quince días (…), este es mi territorio y hay que contar conmigo”, dice Mirta.
Burocracia contra la corrupción
Aunque Daniel estudió Ingeniería Mecánica y se graduó hace ya unos quince años, actualmente no ejerce su profesión. Lo hizo durante un tiempo pero apenas sobrevivía con el salario estatal que cobraba. Fue un amigo de la universidad quien le habló de un “curso para inspectores” convocado por el gobierno provincial de La Habana hace ya seis años pero, además, le habló de las ventajas económicas que obtendría una vez graduado.
Fue ese mismo amigo a quien debió pagar 100 dólares para la matrícula, más otros 100 dólares que se le fueron en obtener avales del Partido Comunista y de otras instancias del gobierno para poder aplicar al adestramiento. No obstante, valió la pena lo invertido, una cifra que fuera de la isla pareciera ser muy poca pero que en el contexto cubano supone un sacrificio descomunal.
En solo dos años como inspector, Daniel logró aquellas cosas materiales a las que jamás pudo aspirar desde su puesto como ingeniero y todo eso sin apenas salir de su casa.
“Los primeros meses sí, pero después fue sentarme a esperar por lo mío. Yo no tengo que salir de mi casa a nada. Un día salgo, pongo un par de multas a un par de infelices y ya”, cuenta Daniel: “Como inspector tú no atiendes casos en específico, supuestamente trabajas como al azar, pero la realidad es que eso no funciona así (…). Cada inspector tiene sus casos, estos son los casos de mengano, estos son los de fulano, y estos son los míos, si tu tocas (perjudicas) a uno mío, yo toco a uno tuyo, te doy donde más te duele, pero la cosa es que se llega a un acuerdo y todo el mundo sale ganando, todo el mundo tiene necesidades (…). Si alguien no quiere pagar, tiene que cerrar el negocio (…). A veces aunque sea un caso tuyo tienes que cerrarlo, entonces es cuando viene el problema (…). Porque es que el gobierno (se refiere a las autoridades del gobierno local) te pide que cierres tal negocio, porque el tipo les cae mal, porque la mujer de un dirigente está pegándole los tarros con el dueño de una paladar (restaurante no estatal) o porque existe un trato que el tipo no cumplió, por lo que sea, entonces eso se escapa de tus manos (…). Lo que hago yo es que aviso a los míos, les digo si está pasando algo y ellos hacen lo que tienen que hacer”.
En los últimos años pero con raíces en los inicios del régimen comunista, la palabra “inspector” en Cuba se ha convertido para muchos en sinónimo de chantaje y estafa pero, además, de injusticia y oportunismo debido al papel que este desempeña en la extensa y enredada cadena de corrupción que ha mantenido y profundizado la crisis que atraviesa la isla.
Las diversas fórmulas creadas por el aparato de gobierno desde 1959 hasta el presente para luchar contra las ilegalidades, todas basadas en la complejización del aparato burocrático, paradójicamente han servido para ampliar el abanico de contradicciones y esquivar las responsabilidades ante el desastre económico.