LA HABANA, Cuba. ─ Con motivo del horrendo asesinato de su jefe de estado Jovenel Moïse, desde el pasado 7 de julio la atención de la opinión pública se ha centrado en la vecina Haití. A los detalles sobrecogedores que se han brindado sobre la perpetración del magnicidio (que incluyen el vaciamiento de un ojo y torturas diversas al afectado) se suma la amenaza del caos hacia el cual amenaza derivar el convulso país.
La nación que ocupa la parte occidental de la isla de La Española tiene en su historia razones de las que sentirse legítimamente orgullosa: fue el primer país latinoamericano que alcanzó su independencia (1ro de enero de 1804); escenificó la única insurrección de esclavos de la historia que culminó con la victoria definitiva de los sublevados.
Pero forzoso es reconocer que la ulterior evolución de Haití no ha estado a la altura de lo que auguraba aquel inicio deslumbrante. La inestabilidad política, la pobreza generalizada, la ausencia de democracia y la violación sistemática de los derechos humanos han estado siempre presentes en la vida de la atribulada nación insular.
Ejemplo de ello fue precisamente el asesinado Moïse. Antiguo empresario seleccionado por el anterior presidente —Michel Martelly— para sucederlo, llegó al poder tras unas elecciones en las que primaron el abstencionismo y el fraude. Tras asumir el mando, cedió a las tentaciones autoritarias persiguiendo a sus opositores y gobernando por decreto. Se le acusa de haber aprovechado el proyecto chavista de Petrocaribe para cargarse de millones.
En los últimos tiempos, se embarcó en un proyecto de reforma constitucional carente de cualquier viso de legitimidad. Ningún órgano representativo de la pluralidad política del país tenía prevista su intervención en ese proceso. Esto dio pie a una acusación razonable: el objetivo real de Moïse era incluir en la carta magna reformada una cláusula que le permitiera reelegirse en 2022, algo que la hoy vigente prohíbe.
Desde que se conocieron las primeras noticias del magnicidio, el suceso empezó a rodearse de una atmósfera de falta de transparencia. El hecho se perpetró contra un Jefe de Estado en funciones, ¿entonces cómo fue posible que los presuntos asesinos —mercenarios extranjeros— hubiesen podido consumar su crimen sin un enfrentamiento con la inevitable guardia de seguridad del encumbrado personaje!
Desde el primer momento sólo se señaló la existencia de dos víctimas: el propio presidente Moïse y su esposa Martine. Ninguna baja —¡ni siquiera un simple herido!— en el seno de su escolta; tampoco entre los presuntos asaltantes. Todo —insisto— muy turbio y bastante poco convincente.
Desde el primer momento, se dio la versión de que los asesinos hablaban entre sí en castellano y, en parte, en inglés. De inmediato se inició su persecución, que desembocó en el aniquilamiento de tres de ellos, así como en el arresto de más de una veintena de otros. En definitiva, se ha aclarado que la mayoría son colombianos; hay también dos ciudadanos estadounidenses de origen haitiano. Asimismo, han sido detenidos supuestos autores intelectuales del crimen.
Según la versión oficial, los perpetradores, en lugar de tener previsto un medio para huir (habría bastado un simple barco) pretendieron esconderse en la propia ciudad que fue testigo de su fechoría. Una parte de ellos lo hizo en la Embajada de Taiwán. Los restantes, en otras zonas de la ciudad. ¡Ellos, que son extranjeros ignorantes de la lengua local y que, en su mayoría, presentan características étnicas bien distintas de las de los lugareños!
Las incongruencias del caso han dado pie a los cuestionamientos, que comenzaron a salir a la luz después de las primeras horas de condena unánime del magnicidio. Por ejemplo, el senador Steven Benoit se pregunta: “¿Cómo es posible que se haya podido dar el asesinato de un presidente sin que haya existido una respuesta armada?”.
Según el diario español El País, el mencionado político “aseguró a medios que el magnicidio fue cometido por los agentes de seguridad de Moïse y no por los colombianos que, afirmó, habrían sido víctimas de una trampa”. Un dato de interés es que los referidos sudamericanos, ya perpetrado el crimen, fueron vistos circulando por el barrio sin esconderse, como presumiblemente lo habrían hecho unos culpables.
La probable participación de los encargados de proteger al Presidente ultimado adquirió mayor verosimilitud el pasado miércoles, cuando Dimitri Hérard, jefe de seguridad del Palacio Presidencial de Haití, incumplió con su obligación de concurrir a declarar ante la Fiscalía. Lo mismo había sucedido el martes con otros dos jefes del referido equipo.
Para actuar de ese modo, el señor Hérard invocó una medida cautelar impuesta a él por la Inspección General de la Policía, que supuestamente le habría vedado acudir a la citación. Motivos similares habrían sido esgrimidos por sus dos subordinados. En cualquier caso, los pretextos surtieron un efecto muy poco duradero.
El pasado jueves se conoció del arresto del señor Hérard y otros tres subordinados suyos. Para alentar las sospechas que pesan sobre el primero, ahora se ha conocido que, durante el presente año, el referido jefe de seguridad pasó la friolera de siete veces por Colombia, el país del que son ciudadanos la generalidad de los arrestados por el magnicidio.
En el ínterin, será menester mantenernos al tanto de lo que puedan esclarecer sobre este confuso asunto las autoridades que están interviniendo en él. No sólo las haitianas; también las de otros países, incluyendo la misma Colombia, cuyo presidente Iván Duque, al saberse el número considerable de sus compatriotas a los que se acusaba del crimen, se apresuró a enviar una comisión “para apoyar la investigación por el magnicidio”.
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