CDMX, México. – Si Gilberto no hubiese ido el 11 de julio de 2021 a almorzar a casa, si se hubiese quedado en la finca donde trabajaba, si no hubiese escuchado el alboroto de sus vecinos quizá no se hubiese enterado de la manifestación y hoy no estaría preso. Todas estas condicionales atormentan la cabeza de Mariana, su madre, quien de sus cuatro hijos siente un apego especial por él. “No es que yo quiera menos a los demás, es que a él le tengo lástima”, dice.
A sus 21 años, Gilberto Castillo Castillo podría pasar por un adolescente con su cuerpo escuálido y su singular corte de cabello, muy redondo y abundante, como el de un chico pequeño. Pero si lo tratas y escuchas, entonces percibes que más que un adolescente Gilberto a veces es casi un niño. Uno muy tímido que no se siente cómodo interactuando con otras personas, que ocasionalmente repite frases sin sentido y es incapaz de leer o escribir siquiera su nombre. Si debe firmar algo, embarra su dedo de tinta y lo estampa en el papel. Así hizo con toda la documentación durante el proceso penal en su contra, aunque no tuviera claro qué decía.
En el juicio, el abogado que sus padres contrataron pidiendo el dinero prestado, presentó muchos papeles para demostrar que el chico tiene una discapacidad intelectual: la baja del Servicio Militar, la historia clínica, el expediente de la Escuela Especial; pero nada lo salvó. Para los tribunales cubanos, Gilberto era culpable de algo atroz: haber lanzado tres pequeñas piedras a un cristal en Güira de Melena. Y no cualquier cristal, sino el de una tienda en MLC, a la que nunca había entrado porque su familia no disponía de dólares.
Ello fue suficiente para que lo condenaran a seis años de cárcel. Ya pasó el primero encerrado y le han negado un cambio de medida que le permita estar al menos en un campamento y no en el Combinado del Este.
“Mi hijo se acuesta con el estómago pegado a la espalda del hambre, y me dice que ni dormir puede porque allí hay que tener un ojo abierto y otro cerrado. El niño está tan asustado que no sale de la celda ni a ver el televisor. Prefiere quedarse en su cama para no meterse en problemas. Con esa agonía vive él, y vivo yo”.
Mariana Castillo hace más de un año que no duerme una noche entera ni compra algo, aunque sea pequeño, para ella. Tiene días de comer una vez o cenar únicamente el pan de la bodega. Si su familia se preocupa le dice que es que no tiene apetito por los nervios, pero realmente lo hace para ahorrar el dinero y los suministros.
Antes de gastar cada centavo piensa primero en el saco de su hijo y todo lo que necesita: una colcha para cubrirse en las noches, ropa de invierno, vitamina C porque el catarro no se le quita, algo que frene las diarreas, algún pegamento para que remiende sus chancletas partidas y alimentos. Gracias a que sus vecinos por caridad la ayudan pudo resolver una manta y dos enguatadas para Gilberto. En su casa había un solo cobertor y lo tiene su hija de 11 años. La bondad de su vecina permitió que Mariana no tuviese qué elegir a cuál de sus hijos le daba la manta y cuál pasaría frío.
En cuanto a la comida, para la última visita, consiguió galletas, dulce de guayaba, un paquete de chocolate para la leche (aunque no tiene leche), aceite para que Gilberto mejore lo que sea que sirven en la bandeja y mantequilla. No es mucho, pero Mariana está un poco más tranquila porque en el encuentro anterior solo pudo llevarle galletas de sal. Por eso, allí mismo en la visita se soltó a llorar de la impotencia. “Me vi como una mala madre que no pudo conseguir las cosas para su niño preso”.
Eso le preocupa mucho: sentir que no vela o no está para ellos. Mariana fue abandonada por su madre a los seis años y tampoco tuvo el mejor padre. Lo que menos quiere es que sus hijos experimenten esa sensación de abandono, de no importarles a nadie. Por eso, pese a toda la cruda pobreza que le ha tocado, con un esposo alcohólico y cuatro niños, siempre buscó darles cuanto podía.
“Ahora mismo yo tengo la matriz afuera, pero no me puedo operar porque si voy para un hospital, ¿quién se ocupa de Gilbertico? Al pie del cañón él solo me tiene a mí. Tendré que quedarme así todo lo que aguante, pero yo no le falto a una visita”.
En el juicio Gilberto Castillo dijo que había nacido en 2010, porque se le ocurrió ese número, pero bien podría haber dicho cualquier otro mucho más inverosímil. Su discapacidad intelectual no solo le impidió terminar primer grado; Gilberto tampoco puede responder dónde vive, su edad o cuál es la fecha de su cumpleaños. Pero eso no significa que no entienda qué pasa a su alrededor y sepa lo qué es la pobreza. Cuando su mamá le pregunta por qué se manifestó el 11 de julio, si él es un joven muy tranquilo, Gilberto siempre le responde lo mismo: “Estaba cansado de verte a ti y a mis hermanas pasando trabajo”.
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