LA HABANA, Cuba. – Hace casi setenta y nueve años que nació mi madre. Cuando los barbudos bajaron de la Sierra Maestra ella estaba por cumplir los diecinueve. Mi madre y sus hermanas dieron gracias a Dios cuando se enteraron de que Batista había escapado de Cuba en medio de la noche, poco después de que comenzara el año nuevo.
Ella no se preocupó por el viaje que emprendió Batista; daba lo mismo que fuera España o Santo Domingo, lo importante era la escapada. Mi madre vivió el entusiasmo de los primeros meses, a fin de cuentas había enfrentado algunos riesgos vendiendo bonos para financiar al ejército que provocó el viaje definitivo de Fulgencio.
Mi madre estuvo entusiasmada por esos días en los que yo ni siquiera era un proyecto; tenía la certeza de que cualquier cosa era mejor que Batista y se enroló en la Federación de Mujeres Cubana (FMC) tres años antes de que yo naciera, aunque ya no mencione que alguna vez estuvo pagando su membresía en esa organización que estrenó un logotipo que mostraba una figura de mujer uniformada sin rostro definido y cargando a un bebito, a un fusil. Esa mujer “podía” podía tener el rostro de cualquier cubana.
Mi madre era entonces muy delgada y no habría soportado el peso de un rifle por más liviano que fuera, pero cargó a sus hijos y el peso de una casa donde las cosas comenzaron a ponerse feas, terriblemente feas. Ella se volvió maga en la cocina, pitonisa en la batea, y hasta hizo sus primeros pininos en la máquina de coser. Mi madre salió de la casa y se puso a trabajar cuando intervinieron la tienda de mi padre, y vistió el uniforme de miliciana.
Ella se quedó, y despidió en medio de suspiros a los que se le fueron, y volvió a llorar cuando volvieron porque sabía que tal regreso nunca sería definitivo. Ella despidió a sus hijos cuando se marcharon a las becas, a las escuelas en el campo, y aprendió a sobrevivir con cuarenta pesos tras la muerte de mi padre. Mi madre hizo “maravillas” en el fogón, en la máquina de coser, pero no volvió a ser federada y no tuvo que hacer reverencias a ese logotipo que cambió luego, ese del que desapareció la madre sin rostro que cargaba al niño para poner el semblante de Vilma Espín, quien no tuvo que hacer los sacrificios que tocaron a mi madre ni sufrir la escaseces.
Silvia, así se llama mi madre, es acosada todos los días por sus enfermedades. Ella padece de una cardiopatía isquémica, y desde hace muchos meses no consigue la digoxina, y el enalapril escasea con muchísima frecuencia; desaparecida de Cuba está la sertralina, un clorhidrato que le indicó un psiquiatra y que podría atacar sus depresiones, sus tantos desajustes emocionales, si apareciera en las farmacias. Su rostro no podría ser el que aparece en ese logo, su rostro es el de la desesperanza.
Mi madre hace mucho tiempo dejó de creer en las milicias, en las fuerzas armadas y en la policía que acosa y encierra a quienes no creen en la revolución de federadas, de cederistas, de militares comunistas. Ella asegura que se le acabó el ingenio que antes desplegaba parada frente al fogón o sentada e hilvanando costuras en su máquina de coser, de remendar.
Esa mujer que me parió no pudo explicarse el revuelo que armó el G2 tan cerca de nuestra casa hace algo más de una semana, cuando decidió invadir todo lo que estuviera cerca del parque Manila; aseguraban los vecinos que Rosa María, la hija de Oswaldo Payá estaba de visita, y mi madre no entendió por qué el gobierno le tenía tanto miedo a una mujer, como tampoco entiende el porqué de tanto recelo con esas Damas que marchan vestidas de blanco cuando salen de una misa, cuando salen porque quieren salir, y exigir.
Mi madre no es ya una federada, ahora es solo una mujer enferma y sin medicamentos, con miedos. Mi madre no es una Mariana Grajales, ni tampoco una de esas otras “marianas” que no sufren por la ausencia de medicamentos. Ella no es una generala, aunque de vez en cuando muestra sus bravuras, incluso en días en los que le faltan sus medicamentos. Mi madre no perdió a un hijo en una guerra extraña pero le teme a la muerte, a la prisión que no conoce de verdad, aunque la supone.
Silvia, mi madre, tiene terror a entrar en la cama sin un clordiazepoxido o amanecer sin la levotirocina; muchos miedos la asisten con frecuencia, como de seguro padecen esas federadas que “celebraron” este 23 de agosto. Sabrá Dios cuantas dieron vivas sin que antes pudieran medicarse. Mi madre está más cerca de Leonor que de Mariana, aunque sus hijos no sean como Martí, aunque no se arriesguen como él.
Y no resulta extraño que esa organización de mujeres federadas olvide a esa Leonor Pérez a quien esta ciudad, desde la que rige el poder comunista, se le recuerde solo con el nombre de una calle, y es “comprensible”, porque Leonor no le pidió a su José que se “empinara”, que fuera al campo de batalla. Sin dudas el poder comunista debió leer las mismas cartas que yo, esas donde la madre le pide a quien sería luego el apóstol, que se alejara del peligro, y por eso le dedican el olvido.
Leonor no es más que una calle porque advirtió a su hijo que: “yo preferiría hijo verte errante a verte expuesto”. Leonor habla en sus cartas del alma nublada por el dolor que le trae la lejanía del hijo, y hasta le advierte que sus pesares tendrán fin “cuando tu tengas ocupación fija y productiva”. Ella tuvo miedo a la guerra que podía hacer desaparecer a su vástago. Sin dudas esa Leonor no recibe reverencias de un gobierno que tanto se involucró en guerras con hijos ajenos.
Siempre que leo esas cartas de Leonor, que no son pocas, entiendo el sufrimiento, el miedo, de ciertas madres que no aparece en emblemas y gallardetes, esas que no son mencionadas en congresos aunque pujaran tanto como la Leonor que trajo al mundo al mundo al cubano mayor. Leonor no tiene un sitial en un congreso ni su rostro resulta emblemático, ninguna asamblea comunista le hace reverencias.
La Federación de Mujeres en Cuba ya no saluda, al menos en ese logotipo que la identifica, a la madre desconocida de un hijo desconocido, ni a Mariana, ni a Leonor. Ahora es Vilma quien aparece distinguida, esa que tuvo hijas y nietas federadas que desconocen esa inclemencia en la que vivió la madre del apóstol. Ahora es Vilma quien aparece, aunque jamás exhibiera el rostro asustado que “luce” mi madre cuando no consigue los medicamentos que precisa o cuando teme por su hijo.
Ahora la mujer es Vilma, ahora hicieron desaparecer aquella indefinición, sobre la que se podía superponer el rostro de cualquier mujer; las de verde, las de blanco, las católicas, las protestantes, las santas y las que no lo son, las que no tienen pastillas como mi madre. Todavía hace falta una federación, lo terrible es que con el rostro de ese logotipo advierten a qué mujeres van a proteger, y no será a mi madre.
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