LA HABANA, Cuba. – Pocas veces las víctimas de la dictadura cubana logramos identificar, con nombres, apellidos y foto, a nuestros verdugos, aquellos que ejecutan directamente las órdenes de acosarnos, vigilarnos, interrogarnos, torturarnos, procesarnos por supuestos delitos comunes, o incluso golpearnos; y no solo a quienes ostentamos una abierta postura contraria al régimen, sino también a nuestras familias y amigos.
Al teniente Ernesto Dávila Gallardo le descubrí el nombre durante el primer interrogatorio al que me sometió, el 12 de julio de 2021. Poco antes, agentes de la Policía Nacional Revolucionaria (PNR) me habían secuestrado en la vía pública y trasladado a los calabozos de la estación policial de Infanta y Manglar, conocida como “La Cuarta”.
Es joven, tiene apenas 25 años; que ostente el grado de teniente significa que está recién graduado y, por tanto, con muchas ganas de llamar la atención de sus superiores. Llegó a decirme, de manera muy autosuficiente y egocéntrica, que era licenciado en Derecho. Su uniforme lo identificaba como parte de la Seguridad del Estado (SE); su metodología durante los interrogatorios consiste en intimidar con la aplicación de la ley, en acusarnos, por supuesto, de “mercenarios” o “contrarrevolucionarios”, un discurso mal aprendido en las aulas de la SE, que lo deja sin palabras ante los razonamientos con los que le respondía.
Eso sí, la “legalidad” cubana está dispuesta de forma tal que todo, así sea exigir nuestros derechos, es delito. Mi supuesta infracción, según él, era haber provocado “desórdenes públicos”, porque todos los que fueron a las manifestaciones del 11 de julio (11J) violaban la ley en este presupuesto. No importaba que yo fuera solo a reportar el suceso. Con esta postura, tanto Ernesto como la SE demuestran, una vez más, sus burlas a la justicia y manipulaciones de la realidad; el 24 de julio último las máximas autoridades del Ministerio de Justicia y de la Fiscalía General de la República de Cuba negaron que los manifestantes del 11J estuvieran siendo procesados por ello: “En el país no es delito pensar diferente, no constituye delito, es un derecho”, declaró en conferencia de prensa Rubén Remigio Ferro, presidente del Tribunal Supremo Popular.
Dávila Gallardo es bajo de estatura y también de pocas luces, se cree un héroe, pero su complejo de inferioridad es evidente. Su mirada de odio hacia mí aumentó cuando le manifesté haber descubierto su identidad. El anonimato para ellos es fundamental: nunca se identifican, nunca van de frente.
Me subestimó y eso le debe haber costado una enorme reprimenda. Estudió Derecho en la Universidad de La Habana; sus palabras y las fotos encontradas así lo demuestran, y lo exponen incluso como amigo de Raúl Alejandro Palmero, expresidente de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) y actual miembro del Consejo de Estado de Cuba, o sea, un cuadro y un cómplice más del Partido Comunista de Cuba (PCC).
Al exponerlo en redes sociales, una persona que lo conoce me contactó y pidió no ser identificada por temor a represalias. Sus palabras son igualmente ilustrativas de este personaje, y de su amigo Raúl A. Palmero:
“Ernesto está obsesionado con la Revolución; (es) un tipo incapaz de ver nada más, y con una visión tan cerrada que cuando leí lo que escribiste sabía que, aunque no tengo pruebas para corroborarlo, estoy convencido de que él te dijo esas cosas. Y sí, es un tipo con complejos, por estar siempre a la sombra de Palmero, un tipo que si le dan el mínimo poder es más peligroso de lo que parece por todo el odio que tiene reprimido”.
Ernesto no es de esos que luego se podrán justificar ―cuando estén en el banquillo de los acusados― con que solo cumplía órdenes. Todo lo contrario: él disfruta el estatus de poder e impunidad que le otorga su uniforme y mi estado de indefensión total. Llegó a afirmar, cínicamente, que la SE hacía con nosotros, los disidentes, lo que quisiera, aunque no tuviera respaldo legal para ello. En otra ocasión, en medio de un pasillo de la estación de Acosta y Diez de Octubre, a punto de llevarme al calabozo y ante mi negativa de ponerme la blusa que me identificaba como detenida, señaló:
―¿Sabes que te hicimos un registro en la casa y te quitamos todo, tu laptop, teléfono, dinero? Pórtate bien, no te compliques más.
Luego supe que en ese registro ni siquiera dejaron a mi padre una certificación de los equipos o implementos confiscados y los motivos, algo que estipula la ley; por lo que aquello, a las claras, constituyó un robo. Definitivamente, Ernesto y muchos otros agentes de la SE estudiaron Derecho no para respetar y hacer cumplir las leyes, sino para identificar los posibles mecanismos a usar en contra de los disidentes, aunque para ello también violen esa legalidad; se valen de ello como viles mafiosos, orgullosos y conscientes de su impunidad.
Como Ernesto hay miles, muchachos jóvenes, a quienes el régimen cubano les ha lavado el cerebro, les enseña a ser delincuentes, chantajistas, tramposos, a odiar; cuando nos tienen delante, sin siquiera hablarnos o saber quiénes somos, qué hacemos o cómo pensamos, ven a los peores y más peligrosos criminales y enemigos. A todos trato de educarlos, de guiarlos al razonamiento, a pensar por sí mismos. Ellos también son cubanos y, si no se manchan las manos de sangre o cometen crímenes similares, formarán parte también de la Cuba libre que todos soñamos y construiremos algún día.
A Ernesto no lo odio, él no es mi enemigo, sino el sistema que él representa. Esto no se trata de identificarlo por venganza, sino de ponerle rostro a los represores, a los violadores de derechos humanos, a los verdugos, a los brazos armados del régimen cubano contra su pueblo.
Quizás este desenmascaramiento le valga su puesto o grados militares; en ese caso, en su lugar pondrían a otro igual, o peor. Pero hacerlo, les demuestra que no les tenemos miedo, que ya se ha acabado su época de impunidad, que la justicia les llegará algún día. Y entonces sabrán lo que es vivir con miedo, y sentirán vergüenza de su trabajo. La historia les pasará la cuenta a todos.
Y puede que esto me cueste alguna represalia, pero la asumiré orgullosa. Para ellos José Martí no cultivaría ni una rosa blanca.
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