LA HABANA, Cuba. – Parece el comienzo del fin y sin dudas lo es, pero la mala noticia para algunos —y la buena para otros— es que el régimen cubano no se caerá por el momento.
Lo digo no solo porque las protestas por apagones se han ido aplacando en la medida que retorna la electricidad —la gente ha aprendido a “resolver” las demás cosas que necesitan para sobrevivir—, sino por el hecho indiscutible de que nos gana la soberbia, la autocomplacencia, las estupideces, la mala memoria y, sobre todo, el precario conocimiento sobre cómo funciona esta bestia totalitaria en particular.
Estamos conscientes de cuál es, además del dinero fácil, su alimento favorito (nuestros miedos) y cómo lo consigue pero, cuando decidimos enfrentarla —aquí o desde allá— lo hacemos con los ojos cerrados, o cegados por la ira y demás pasiones oscuras, y así nos encontramos perdidos sobre a qué parte del cuerpo apuntarle para derribarla con acierto. Disparamos a las patas, a la cola, alguna que otra vez a la cabeza acorazada, pero jamás logramos colocar una bala bien cercana al corazón.
Así, más de tanto alardear que de fallar, más de tanto cacarear que de actuar, no solo este animal ha aprendido a esquivar nuestros ataques sino que ha agregado a su amplio menú, casi haciéndolo su manjar favorito junto a los temores, nuestras continuas frustraciones, nuestra apasionada ceguera, incluso ha sabido usarlas en contra nuestra haciéndonos aún más ciegos y predecibles que antes.
Cada día creo más en que, de alcanzar el “desenlace fatal”, este no llegará de “afuera” en forma de acciones militares (olvidémonos de esa fantasía que aún es la razón de ser de algunos) ni de protestas circunstanciales por electricidad, agua o comida.
Porque si bien es cierto que estas últimas junto con las presiones externas, diplomáticas y económicas, pudieran ser catalizadores de determinados cambios, estos igual serían circunstanciales —tal como lo han hecho durante 60 y tantos años en el poder— y quizás lo único permanente se pueda registrar a nivel discursivo —tanto en leyes como en promesas que jamás se cumplen— que es hasta donde siempre han llegado los “progresos” en una dictadura.
Si no se llega desde adentro, únicamente desde adentro, al corazón de esta bestia blindada, bien poco se puede lograr desde afuera, por muy fuerte que sean los golpes. Mucho menos cuando los propinamos con guantes de seda, o cuando por cada puñetazo regalamos después cuatro caricias.
Un buen ejemplo de “implosión” lo tuvimos en ese imperio soviético que llegó a su fin cuando tuvo a la cabeza un reformista como Gorbachov que, vale decir, apenas hizo aquello a que le obligaron en los más profundos y oscuros pasillos del Kremlin esos que ya no se conformaban con ser llamados “camaradas” y dirigir una empresa estatal, un ejército, y recibir medallas y golpecitos en la espalda como único pago.
Tanto en la Unión Soviética como aquí —tan afines en ideologías como en ambiciones de poder— la muerte del sistema no será sino solo por infarto, es decir, por el estallido interno —más bien silencioso, lento—, pero no de una masa popular descabezada sino de un núcleo que se agrieta de adentro hacia afuera porque ya le resulta incómodo a esos mismos que lo habitan y sostienen.
Pero, en cuestiones de política, a diferencia de la biología, si revienta el corazón, no necesariamente el cuerpo se desvanece. Y esa realidad es la que quizás nos tocará vivir a los cubanos, sobre todo cuando el anónimo militar-empresario decida que ya es hora de ver su nombre en las listas de Forbes y no en el periódico Granma o la revista Verde Olivo.
Hoy en Cuba, como ayer en la meca del comunismo, hay quienes, con mucho grado de certeza —quizás en proporción con su grado militar—, aspiran a convertirse en más que un funcionario, en más que un administrador de algo que no les pertenece del todo pero que probablemente mañana sí, porque el éxito, para ellos, apenas es cuestión de “inspirar” (y “conspirar”) mientras los tontos dan la cara y hacen el trabajo sucio.
En este punto donde hoy nos encontramos los cubanos, es prudente reconocer que no solo son los opositores quienes necesitan de un cambio para alcanzar sus propósitos, como tampoco son exclusivamente estos quienes lo estarían haciendo “todo” por lograrlo.
Y esa parte del régimen que se resiste a morir, la más recalcitrante, está consciente de esas “traiciones”. De que la “unidad” siempre ha sido un mito pero que ahora se les hace difícil alimentarlo.
Hay demasiados celos por allá arriba y van sobrados de codicia. Ya ni siquiera se ocultan para decir públicamente que gastan más en sus negocios que en las situaciones de emergencia. Porque nunca las consecuencias por sus excesos van más allá del tímido regaño que llega de las otras orillas, y porque mantenerse por ahora fuera del sistema, en apariencias excluidos del mundo, les permite obrar casi a merced de sus antojos y ambiciones.
Durante las recientes protestas fueron varias las señales que indicaron la debilidad del sistema por su quiebre interno más que por los estallidos callejeros, que apenas son una mínima expresión de lo que sucede bajo la superficie de nuestro entramado político-social.
No solo se notó un desinterés general por lo que habría de ocurrir durante y tras el paso del huracán, reforzado por la desinformación en los medios, sino que “otro descuido más” —entre los tantos en estos últimos años— hizo colapsar el sistema eléctrico nacional en el momento justo.
Una extraña coincidencia que se torna más “rara” en tanto la Policía se mantuvo al margen de las primeras protestas (hacia el segundo, tercero y cuarto día de apagón), y aunque las fuerzas represivas estuvieron presentes en los lugares optaron por no intervenir. ¿Obedeciendo a una orden de “no combate” o propiciando que las pequeñas revueltas en los barrios marginales escalaran a una gran rebelión en toda la ciudad?
Muy pocos, por el momento, pudieran decir con certeza qué sucedió, aunque ya hacia el quinto día de cacerolazos comenzaron a aparecer en las redes sociales extrañas advertencias, desde perfiles falsos, sobre los posibles escenarios de caos (destrucción controlada de recursos económicos y telecomunicaciones, eliminación de bases de datos, así como el colapso total del sistema bancario mediante borrado de cuentas) que pudiera acarrear un cambio político en la Isla por medio de un estallido social. Y fue precisamente ahí cuando comenzaron las golpizas contra los manifestantes pacíficos, la nueva “orden de combate”.
¿Pudiera un gobierno acorralado, sabiéndose perdido, acudir a este tipo de “venganza final”? ¿Pudiera escapar o inmolarse dejando atrás un país totalmente arrasado? Al menos alguien lo ha pensado y hasta no los ha dejado saber de manera anónima e indirecta en esos mensajes en internet que traducen desesperación pero que, además, son como una descripción terrorífica de lo que literalmente significa para el régimen la frase “patria o muerte” en oposición a ese canto de paz y libertad que es “patria y vida”.
Hasta donde hemos podido ver y vivir, todo cuanto de malo imaginemos puede suceder en un país donde existimos de sobresalto en sobresalto. Y no desde ayer en la mañana sino desde aquellos días en que a Fidel Castro se le ocurrió instalar cohetes nucleares soviéticos apuntando a Estados Unidos. Porque a fin de cuentas nuestras vidas no importan para un animal que solo responde a sus instintos de conservación y por tanto, para él lo principal siempre será “salvar la Revolución y el socialismo al precio que sea necesario”.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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