LA HABANA, Cuba.- Debió ser enorme el regocijo de los cubanos congregados en el Parque Central, aquel día en el que se bajó de su pedestal la estatua de Isabel II. Hay imágenes que ilustran el suceso. En ellas se puede ver a un grupo de cubanos expectantes contemplando el descenso de aquella reina de mármol de Carrara. Puedo suponer el fervoroso entusiasmo en las exclamaciones de los habaneros en ese instante en el que Máximo Gómez develó la imagen esculpida de José Martí, esa que descansa sobre el mismo pedestal que soportó todo el peso de la marmórea reina española. Todavía hoy, cualquier nacido en esta tierra puede suponer algunos de los gritos de “Viva Cuba”, y hasta unos cuantos “Abajo España”, que debieron ser escuchados en esa plaza.
No cabe duda de que algunas celebraciones son capaces de despertar innúmeros fervores; pero también existen entusiasmos muy difíciles de entender, como esos que se viven por estos días en el mismo Parque en el que se levanta la estatua del apóstol. Resulta que desde hace muchísimas jornadas se celebran allí unas “fiestas” que comienzan a las diez de la mañana y que transcurren hasta que el reloj anuncia la hora dieciocho. Los motivos de tanto jubileo son desconocidos, al menos para mí, y, al parecer, para cada uno de los que se congregan cada día en el espacio más central de la ciudad.
Desde el inicio de estas extrañas celebraciones estuve procurando una respuesta que aun no conseguí, ni siquiera porque me puse a indagar… “Ay, a mí que me importa. ¡Lo mío es gozar!”, así me respondió molesta una mujer muy sofocada que buscaba entre la multitud a un nuevo partenaire, después de que su compañero de baile decidiera sentarse por un rato. Tampoco los organizadores tenían una respuesta precisa; cada vez respondieron con titubeos, con alguna muequita de asombro.
Un hombre que servía, bajo el sol del mediodía, de conductor de aquel “espectáculo” aseguró que la razón más poderosa era dar rienda suelta al espíritu fiestero de los cubanos, y también mencionó la necesidad de que los aficionados al canto de la Casa de Cultura de La Habana Vieja tuvieran un espacio para mostrar sus voces. “Pero no crea que todos son aficionados, aquí también tenemos cantantes que pertenecen a empresas artísticas muy reconocidas… No se vaya, espere para que escuche a la muchacha que va a cantar ahora”.
A pesar de la ausencia de razones la fiesta continúa en el mismo horario, sin que importe lo inconveniente que puede resultar para esos que prefieren leer sentados en el parque, para los que van a enamorarse lejos del bullicio. Ni siquiera los cientos de aficionados al béisbol pudieron disertar esta vez sobre lo que ocurría en la serie nacional. ¿Quién pudo comentar algo, en la peña que allí se realizaba cada día, sobre los tres juegos seguidos que ganaron los Vegueros? En la última parte de la temporada beisbolera los fanáticos fueron despojados de su sitio, y desapareció la peña deportiva más concurrida de toda la ciudad. Esta vez los noticieros deportivos no pudieron tener, como complemento, la opinión de los fanáticos que se reúnen en el Parque Central.
En estos días nadie pudo exaltarse hablando de béisbol. Los fanáticos no consiguieron comentar esta vez. La gran afición no pudo competir con el festín y debió buscar otros espacios, o quizá callar. El espacio que ellos ocupan cada día estaba copado por cantantes que no lo son, y también por montones de personas que no trabajan, que se emborrachan cada día. Cualquiera que se detenga dos veces seguidas en esa zona del parque, notará que los devotos bailadores son los mismos cada vez, siempre repletos de alcohol. Eso propiciaron los organizadores.
Es por eso que no creo en la ingenuidad de tal iniciativa. Lo que allí percibimos no tiene nada que ver con una alegría verdadera ni esencial. No es lo mismo júbilo que alegría. No creo que sea genuina la felicidad de esos bailadores. El júbilo de sus espíritus sale de la avidez por las novedades. Una fiesta como esa, en un espacio tan central, hace pensar que todo está resuelto…, y debe ser por eso que quienes organizaron la juerga ven en los bailadores a un ejército capaz de defender la plaza a cualquier precio, y lo mejor de todo es que no se precisará del concurso de la policía. Los defensores serán, esta vez, los danzarines de un ejército compuesto también por una recua de borrachos, delincuentes y hasta algún que otro demente.
Y quién podrá dudar que la espontaneidad de ese “pueblo” sea capaz de sofocar cualquier discurso que, contradiciendo la arenga oficial, se promueva en medio de la fiesta y que ponga en riesgo la diversión. Sin dudas, lo mejor de todo es que no hará falta el concurso de ninguna fuerza represiva. No habría sido conveniente usarla en esos días en los que se estuvo celebrando el congreso del Partido Comunista. No hay dudas de que todo estuvo bien pensado…
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