El nuevo curso escolar, un aparatoso espectáculo en Cuba


LA HABANA, Cuba.- Este lunes 3 de septiembre comenzó en Cuba el nuevo curso escolar, y para inaugurarlo las autoridades escogieron un vetusto edificio del “Prado” habanero que alguna vez fue sede del “Colegio San Pablo”, aquel que tuvo como miembro de su claustro de profesores a Rafael María de Mendive y como alumno a José Martí. A la inauguración del curso y del edificio recién restaurado asistió, como era de esperar, Miguel Díaz-Canel Bermúdez enfundado en una guayabera de tono malva.
Si hago notar el color de esa prenda tan cubana que esa mañana cubrió el torso, los brazos y antebrazos del presidente, es porque en los últimos años el color que prevaleció en esa celebración que ocurre en la isla en los primeros días de septiembre, y en casi todos las ceremonias oficiales, fue el verde olivo de los trajes militares y algunas impolutas guayaberas blancas… No podrá negarse entonces que el color que “distinguió” al recién estrenado presidente es una nota discordante, un breve y curioso detalle “malva” que resulta curioso.
El presidente escogió una prenda de viejas querencias en la isla, casi un fetiche nacional, pero desestimó el blanco impoluto, se decidió por el malva, ese tono que mucho antes lucieran los senadores romanos y luego obispos y cardenales, y más tarde Victoria de Inglaterra, quien quizá fuera la primera reina en usar ese tono sin que en los telares de su reino se pasara mucho trabajo para conseguir el teñido con ese tono malva, gracias a Perkins, un inglés del siglo XIX que lo consiguiera con procedimientos sintéticos.
Así se presentó, este primer día de clases, el presidente para inaugurar una vieja escuela del siglo XIX que fuera restaurada bajo la dirección de la oficina de Eusebio Leal, y en la que se encontró, con solo asomarse a la puerta enorme, con una escultura a la que su creador, José Villa Soberón, dio el nombre de: “El maestro y su discípulo”, y en la que Mendive muestra un libro al joven Martí. Luego podría caminar el presidente sobre el suelo de mármol pulido y mirar el lucernario en lo más alto, en ese piso habitado por muebles del siglo XIX, como los que pudo mirar cada día José Martí, y sobre los que tomarán sus notas de clases los ahora alumnos de sexto grado.
Esa es la escuela en la que se inauguró el curso escolar, esa que, según declaró el presidente a la prensa, podrá ser una escuela museo. Solo que no vimos nunca en la prensa escrita, ni en la televisión, esas otras escuelas que acogerán durante todo el curso al resto de los estudiantes cubanos, ni tampoco nos enteramos si en cada una de ellas estuvo lista toda la “base material de estudio”. No sabremos nunca si cada alumno cubano, al menos en la educación primaria, tendrá un maestro bien formado, sin que fuera apresurado por las emergencias, por esas contingencias que signan desde hace años a la educación en Cuba.
Este lunes 3 de septiembre se abrieron las puertas de muchas escuelas en toda la geografía nacional, pero no todas serán museos como está que se acaba de inaugurar en el Paseo del Prado. No serán todos los alumnos que tengan un maestro competente, como el que exigió a Martí y a sus condiscípulos que se levantaran al alba y a estudiar; lenguas clásicas, música, poesía…
Martí tuvo, sin dudas, un gran maestro en días en los que no se alardeaba tanto de las bondades de la educación en esta isla, sin embargo, mientras alguien lea estas líneas serán muchísimos los padres que se verán obligados a sufrir por la pobre formación de quienes educan a sus hijos, y harán malabares con sus míseros salarios para conseguir el dinero que cuestan los maestros repasadores. ¿Cuántas escuelas tendrán esos elegantes lucernarios por los que entra la luz del sol? ¿Cuántas cobijarán “bichos” en sus techos de guano? ¿Cuántas exhibirán el mármol en sus pisos? ¿Cuántas tendrán piso de tierra? ¿Cuántas toda la base material de estudio? ¿Cuántas serán derribadas por el paso de un ciclón?
Este curso será idéntico a los anteriores; maestros ineptos, alumnos desinteresados, padres desesperados que no se conforman con lo que sus hijos aprenden, que no tienen dinero para solucionar, por su cuenta, los defectos de esa institución que restaura viejas escuelas que no son más que ineficaces museos…; aunque quizá algo tenga de singular este nuevo curso, sobre todo ahora, que el “comunismo”, ese triste sustantivo, desaparecerá de la “nueva constitución”.
Si eso es cierto, entonces los “niños cubanos dejarán de chillar ese lema horrible que anuncia: “Pioneros por el comunismo seremos como el Che”. Si eso sucede, si en lugar de querer que los niños sean como aquel argentino que no dedicó mucho tiempo a la educación de sus hijos, si los educadores cubanos enseñan mejor a Martí o al Varela de “Cartas a Elpidio”, es posible que desaparezca también aquel vaticinio en el que un borracho que escucha el lema advierte: “¡Pues no serán más que una recua de asmáticos!”.
Resulta que hasta un borracho es capaz de entender que un niño no tiene que ser como un adulto y mucho menos como un extraño. La esencia, la verdadera sustancia de un niño, no puede trastocarse, depender de comunismos y sucedáneos. Un niño no tiene que ser como el Che ni como Fidel. Un niño debe tener una infancia feliz, con muchos juguetes y leche para el desayuno, para la hora en que más la desee, y una linda escuela, con buenos maestros, con una tableta o una computadora que no lo haga compararse con su primo de Miami. Un niño no precisa lemas, ni presidentes con guayaberas malvas o uniformes militares, ni héroes o enemigos que acechan. Un niño precisa una infancia sana, y hasta ingenua, una educación verdadera, y libertad, mucha libertad.