LA HABANA, Cuba.- Alguna vez, en los años 60, Fidel Castro presumió de ser un hereje del marxismo. El Comandante en Jefe, que gustaba repetir que las ideas de Marx no eran un catecismo, no quería ser menos original que Che Guevara y su ‘trostkismo’ por carambola que tanto contrariaba a Moscú.
Desoyendo los consejos de los prudentes comunistas de la vieja guardia, el Máximo Líder quería que su revolución, que no se debió a los tanques del Ejército Rojo, fuera excepcional.
En cuanto a innovaciones en los métodos, el Comandante quería estar a la par de Lenin, que con su revolución bolchevique, que más bien fue un golpe de estado, y la construcción del socialismo en un solo país —lo mismo con el comunismo de guerra que con la NEP (Nueva Política Económica)—, fue el primero en desafiar al dogma marxista.
Así, cuando los seguidores del Comandante trataban de aprenderse de memoria el marxismo según los manuales soviéticos de la era estalinista, el Comandante, cual niño malcriado y ‘perretoso’, declaraba su independencia y se apartaba de la ortodoxia marxista.
La noche del 13 de marzo de 1962, durante un mitin en la escalinata de la Universidad de La Habana, el Comandante saltó de su asiento en la tribuna y se abalanzó sobre los micrófonos cuando el capitán Fernando Ravelo, al leer el testamento político de José Antonio Echeverría, omitió la súplica por “el favor de Dios· del extinto líder del Directorio Estudiantil Revolucionario.
Ravelo, un líder juvenil de las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI) —que se vanagloriaban de ser “la candela”— había complacido a los materialistas ateos del Partido Socialista Popular que querían que fuera eliminada la referencia divina del texto de Echeverría que sería leído en la conmemoración del quinto aniversario del ataque al Palacio Presidencial.
¿Cómo iba a pensar Ravelo que tachar aquella frase ‘inoportuna’ podía disgustar al Máximo Líder, que tan encarecidamente recomendaba abrazar el materialismo histórico?
En aquella época, carteles con letras rojas proclamaban por doquier que “la religión es el opio del pueblo”, la mayoría de las iglesias estaban cerradas, los creyentes eran hostigados y los curas españoles, acusados de contrarrevolucionarios y falangistas, habían sido desterrados.
Pero los designios del Comandante son como los de Jehová de los Ejércitos: inescrutables.
Ante la falsificación de Ravelo, el Máximo Líder bramó: “¿Cómo este acto cobarde puede ser llamado la concepción dialéctica de la historia? ¿Cómo esta manera de pensar puede llamarse marxista? ¿Cómo esta clase de fraude puede llamarse socialismo? ¡Que miopía, sectarismo, estupidez y sentido retorcido! ¿Qué están queriendo hacer con esta revolución? ¿Transformarla en una yunta de bueyes o en una escuela de títeres?”
El incidente sirvió al Comandante para desatar la purga contra “los sectarios” del PSP (Partido Socialista Popular), que hasta entonces habían sido sus más fieles aliados en la consolidación de su régimen. Luego, la revolución, dando bandazos a derecha e izquierda, se convirtió justamente en lo que el Máximo Líder decía querer evitar que se transformara: en una yunta para bueyes mansos y una escuela de títeres con camiseta roja y pantalón verde olivo.
Fue la forma de garantizar la unanimidad total, la muy falible infalibilidad de la dirigencia histórica, el poder absoluto.
Aunque en todas las dictaduras totalitarias han utilizado fórmulas similares, no me negarán que el método —o la falta de él— del Comandante, con sus planes faraónicos, sus marchas y contramarchas, sus reveses convertidos en victoria y luego en desastres, ha sido de los más originales. Y lo que falta. Porque ni pensar en que alguien así se va a ir de este mundo como si tal cosa…