MIAMI, Estados Unidos.- En el año 2010 el cineasta Lester Hamlet era invitado al Festival de Cine de Miami con su largometraje Casa vieja, adaptación de una reconocida y controversial pieza teatral de Abelardo Estorino.
Aquí lo conocí personalmente y luego he seguido su carrera en los medios sociales, donde supe que dirigiría una telenovela y numerosos actores lo felicitaban y aprovechaban la ocasión para ofrecer sus servicios.
A finales de agosto Hamlet dejó saber que lo declararon persona non grata en su propio país porque no regresó en el tiempo estipulado de un viaje al exterior, nada de extrañar, parte del modus operandi del régimen.
Entonces el ministro de Cultura le sale al paso públicamente y dice que es un error de “protocolo” del ICAIC y su entrada está garantizada, pero todo parece indicar que Hamlet desconfía de tanta benevolencia y hace unas horas bajó en el aeropuerto de Miami, al parecer con intenciones de no retornar.
De tal modo continúa la fuga de miembros de diversas generaciones pertenecientes al cine independiente cubano, que el régimen ha desarticulado tomando ventaja de la pandemia y de enfrentamientos públicos que se produjeron entre artistas y funcionarios impresentables.
Igual que antes, quienes se exilian dejan de existir para la llamada cultura oficial, aunque a diferencia de otras épocas el público se mantiene al tanto del quehacer de sus coterráneos gracias a los medios sociales.
Orlando Jiménez Leal, Fausto Canel, Roberto Fandiño, Eduardo Manet, Alberto Roldán, Fernando y Miñuca Villaverde, integran un grupo de cineastas adelantados, quienes luego de intentar lidiar con la realización cinematográfica en un medio hostil, no demoraron en dilucidar la trampa a la cual estaban abocados: el llamado cine revolucionario ─iniciado justamente en 1959─ debía entrar por el aro ideológico castrista ya fuera de modo subliminal o directamente.
Los mencionados realizadores prefirieron reinventar sus vidas, como parias de la izquierda internacional, que seguir siendo cómplices de una agobiante dictadura.
En aquellos tiempos de incertidumbre, el presidente del ICAIC, Alfredo Guevara, mediante sus conexiones era capaz de influir para que los cineastas “contrarrevolucionarios” fueran omitidos por eventos cinematográficos y potenciales productores.
Desde entonces resulta difícil y complejo seguir siendo colaboradores de la narrativa y los modelos ideados por el ICAIC para legitimar sus enjutas quimeras, si realmente se quiere disfrutar de las ventajas de la libertad.
Casi todos los cineastas que permanecieron en la isla luego de aquellos exilios preliminares terminaron siendo parte de la componenda oficialista.
Fueron mangoneados o privilegiados, en dependencia de su lealtad, y en ocasiones hasta reclutados por la policía política para delatar a sus semejantes.
Algunos de los que prefirieron esperar para tomar el camino irremediable del destierro, dictado por la dignidad, o fallecieron sin lograrlo, sufrieron la censura de obras emblemáticas como Nicolás Guillén Landrián, Sergio Giral, Orlando Rojas, Rolando Díaz y Daniel Díaz Torres.
Fernando Pérez, hoy por hoy, sigue siendo la paradójica excepción de un cineasta de rasgos contestatarios bendecido por las estructuras burocráticas del régimen.
El ICAIC falleció de irrelevancia, el propio castrismo lo liquidó en un arranque de soberbia cuando supo que ya no servía a sus propósitos doctrinarios y propagandísticos.
Los jóvenes cineastas que ahora se abren paso en cónclaves internacionales con lo que parecen ser obras reveladoras sobre los desmanes del régimen como El caso Padilla, documental de Pavel Giroud, seleccionado por el prestigioso Festival de Telluride en Colorado, van armando su propio legado, distante de la turbulencia causada por el ICAIC en sus años de esplendor.
Los medios de prensa oficiales ignoran esta y otras noticias, como la presencia del largometraje Vicenta B, de Carlos Lechuga, en algunos de los principales festivales de cine más importantes del mundo.
El propio encuentro cinematográfico de La Habana, que se celebra en diciembre, acaba de cerrar su convocatoria con dos mil películas, donde debieran figurar Lechuga y Giroud, quienes ahora mismo prestigian la cultura nacional, como otros artistas, escritores e intelectuales que han decidido vivir en libertad.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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