Foto-galería de Ernesto Pérez Chang
LA HABANA, Cuba.- Ha transcurrido más de un año desde que las editoriales cubanas pasaran de ser instituciones culturales “subvencionadas” por el Estado a “empresas”. El término, de acuerdo con el discurso entusiasta de los dirigentes que promovieron la transformación, identificaría un tipo de negocio estatal que debería rendir mayores ganancias y, en consecuencia, mejores salarios.
La medida, según se planteaba en las asambleas realizadas para convencer a los trabajadores de que era un cambio beneficioso, fue aplicada con urgencia, más bien con desesperación, sin tomar en cuenta al menos dos factores que son esenciales para el desarrollo de una empresa editorial, como la capacidad de los poligráficos y la comercialización de los libros. Elementos que en Cuba son un verdadero desastre.
Los augurios de crecimiento y las garantías ofrecidas han sido solo espejismos para ocultar la verdadera oleada de desempleo y la improductividad que afectan al sector editorial y que amenaza con hacerlo desaparecer. La prometida autonomía de las editoriales para diseñar sus propios planes de publicaciones es una verdadera tomadura de pelo a los editores que aún están obligados a rendir cuenta al Instituto Cubano del Libro sobre lo que han de publicar y, peor aún, deben acatar las “sugerencias” de carácter político que llegan desde las altas esferas de poder, casi siempre relacionadas con algún texto escrito por alguno de los principales funcionarios.
Los planes editoriales, sometidos a análisis en avalanchas de reuniones con los “cuadros de dirección” de Cultura, constantemente deben ser reacomodados para complacer los antojos de esos mismos que anunciaron total libertad para las nuevas “empresas” y que manipulan la industria del libro convirtiéndola en un instrumento de propaganda ideológica, a juzgar por el papel prioritario que tienen los libros de política, cuya producción masiva de un modo o de otro es cargada al presupuesto de las “nuevas empresas”, sin importar el perfil editorial que las defina ni los estragos que cause en la producción literaria.
Bajo tales presiones, una editorial emblemática como Arte y Literatura, históricamente dedicada a publicar obras y autores clásicos, se encuentra en estos momentos a punto de hundirse. Sin capital para emprender ni siquiera planes modestos, con el mismo equipamiento obsoleto de hace más de una década, con una sola impresora para todo el trabajo, sin suministro estable de papel u otros insumos necesarios, la “empresa” ha sobrevivido hasta ahora gracias al recorte de los salarios de los trabajadores, a la retención de los pagos de las escasísimas utilidades que obtienen gracias al sistema de pequeñas ventas ambulantes que hacen sus empleados, que apenas alcanzan para mantenerse a flote con el pago de los servicios más esenciales como la electricidad y el teléfono.
Realizar el balance de los gastos mensuales (muy por encima de los ingresos), saldar las deudas con el banco y los poligráficos se convierte en una verdadera tarea de magos, según confiesan sus propios directivos que, invadidos por la incertidumbre y el descontento, comienzan a temer la paralización del trabajo y a perder la fe en un nuevo paquete de medidas recientemente convenido con los ministerios de Cultura y de Financias y Precios, donde se habla de un aumento en las tarifas de pago a los trabajadores pero que, al no tomar en cuenta la crítica realidad que hoy vive el país en todos los aspectos, deja al descubierto que no es más que otro globo inflado para dilatar la orden de “apaga y vámonos”.
Obligado a abaratar los costos de producción para evitar el aumento de los precios de los libros, el instituto establece límites irrisorios para los pagos de los procesos editoriales y de los derechos de autor, pero también a las tiradas y la calidad de éstas. Sin embargo, a pesar del llamado a los recortes y la austeridad, los principales funcionarios de la institución continúan sin reparar en gastos de viajes a ferias y eventos en el extranjero, donde la promoción de la literatura cubana está ausente o termina eclipsada por los programas de propaganda política, cuando no por el simple placer de escape personal de los leales funcionarios que, periódicamente, necesitan “tomar distancia” de la horrible realidad nacional.
La nueva empresa, aunque obligada por el llamado “nuevo modelo económico” a crecer y a competir, paradójicamente no puede tomar decisiones ni asumir estrategias de crecimiento que contradigan la línea ideológica trazada. Ni siquiera alcanzan a controlar la distribución de los libros, que aún permanece atada a mecanismos en apariencias absurdos pero que sabemos que en Cuba cumplen una función más eficiente que la censura, puesto que el modo más fácil de hacer desaparecer un libro o a un escritor incómodos es enviarlo a los oscuros almacenes de la Distribuidora Nacional, y más tarde decirle al autor que está agotado.
El engaño y la burla han definido los varios paquetes de medidas implementados para supuestamente salvar la industria editorial, a sabiendas de que la han llevado a un callejón sin salida muy beneficioso para los gendarmes del poder que, amparados en el bajo nivel de ventas de algunos géneros literarios (como la poesía o aquellas zonas de la narrativa y el ensayo dueñas de discursos sospechosamente disidentes), promueven la reducción de las tiradas y el incremento de otras producciones menos problemáticas.
Por otra parte, el gobierno enmascara la crítica situación quitándose de encima la responsabilidad del fracaso pero, contradictoriamente, teme perder el control de lo que siempre ha constituido una zona estratégica de salvaguarda ideológica y continúa renuente a aceptar las iniciativas privadas, a la vez que coarta las libertades que en principio ofreció en una jugarreta para silenciar la inconformidad de una buena parte de los editores y escritores.
Es sabido que más del ochenta por ciento del público que acude a la Feria de La Habana lo hace o porque no tiene otro lugar más o menos asequible al bolsillo a donde ir a compartir con la familia o en busca de libros y revistas importados, cuyo contenido, usualmente atrasado, nada tiene que ver con lo literario. Magazines de modas y chismes, volúmenes de autoayuda y tonterías de toda clase le ganan a las producciones de las editoriales cubanas, plagadas de textos de historia y panfletos políticos, por las que muy pocos se interesan. Los mecanismos de divulgación, en manos del Partido Comunista, no admiten contenidos sospechosos. El rosario de prohibiciones de temas, autores y títulos, casi infinito, influye en el escaso éxito de la comercialización de la literatura.
Algunos dicen que el viejo Palacio del Segundo Cabo, antigua sede del Instituto Cubano del Libro, será convertido en un museo, otros comentan que será un hotel. La sede actual de la institución, en la esquina de Obispo y Aguiar, antiguamente fue un banco. Creo que tales permutaciones son el presagio de un cambio de rumbo hacia la inmovilidad y el absurdo o la proximidad de una quiebra segura. En fin, un panorama nefasto para el desarrollo de esas editoriales obligadas a autofinanciarse, lo que, traducido al crudo escenario actual, es lo mismo que una muerte asistida.