LA HABANA, Cuba. – Cuando Nirma regresó de Panamá en diciembre del 2019 imaginó que comenzaría una mejor etapa en su vida. Con mucho esfuerzo había conseguido completar el dinero de la visa para el país istmeño, un requisito indispensable si quería probar suerte como “mula”, es decir, importando mercancías que más tarde revendería en Cuba donde el desabastecimiento total siempre ha sido un asunto sin solución, al punto que algunos piensan que en realidad es una “estrategia ideológica”.
Después de haber recuperado una parte del dinero invertido, Nirma tenía pensado retornar a Panamá en marzo o abril, aprovechando la única importación libre de impuestos en el año que permite la Aduana, así como la proximidad del día de las madres en mayo, la mejor ocasión para salir rápido de las baratijas que trajera. Pero en marzo las fronteras en Cuba cerraron a causa del nuevo coronavirus y los planes de Nirma se hicieron pedazos.
Según cuenta, unos meses antes había renunciado a su trabajo como dependienta de una bodega para comenzar como “mula” de un señor del barrio donde vive, que paga bien las libras de mercancías y que, además, asume los costos de pasaje y alojamiento en Panamá. Trabajar en una bodega estatal le generaba alguna ganancia extra ilegal porque el salario oficial en realidad era extremadamente bajo.
“Me quedé para mí con la maleta que podía traer en barriga (del avión) y con el equipaje de mano, el resto fue para este señor pero igual me dio la cuenta (…), más que como dependienta (en la bodega) donde siempre estuve en riesgo de caer presa. Lo hice pensando en vivir más tranquila (…) pero llegó esto (el coronavirus) y me he quedado peor que antes”, dice la mujer, quien ha tenido que probar suerte con otro empleo, el de “colera”, tan ilegal y azaroso como el de las mulas.
“Ahora hago colas. Marco por la madrugada y me gano un peso, a veces cinco pesos (dólares), dependiendo de lo que saquen. A veces no me gano nada porque no entra nada y perdí mi tiempo”, nos cuenta Nirma.
Tamara, vecina, amiga de Nirma y también mula convertida hoy en “colera”, no tiene esperanzas de volver al negocio de las importaciones. No solo porque ya las autoridades aduaneras y aeroportuarias han advertido sobre los límites de equipajes permitidos tras la apertura (sólo una pieza de mano y una maleta en barriga), cantidad que no le resulta suficiente para sostener el negocio, sino porque en los tres meses de encierro ha agotado todos sus ahorros, los que guardaba para poder renovar visado y hacer de las compras en el exterior un modo de vida.
“Lo poco que reuní se me ha ido en jabón, pasta de diente, aceite, arroz (…) en la comida que puedo conseguir por aquí y por allá. Ahora vivo de vender los turnos, y así poco a poco voy saliendo adelante (…). Es algo loco porque quisiera que se acabara esto de las colas pero también si se acaban no sé de qué voy a vivir, porque trabajarle de nuevo al Estado ni lo sueñes, prefiero ponerme a pescar en el malecón (…). Mira, yo sé que las colas en este país nunca se van a acabar, pero tampoco quiero seguir viviendo de esto, escondiéndome de la policía, madrugadas sin dormir, por cinco pesos (…). La próxima vez que logre reunir para viajar, de verdad que no regreso”, afirma Tamara que lleva varios días haciendo una misma cola porque alguien avisó que “pronto” legaría pollo y salchichas.
Nirma y Tamara se hacen cada una de entre tres y cinco turnos en las ocasiones que es abastecido el punto de venta de la barriada donde viven ambas. Todo está en dependencia de que la policía no llegue para “organizar” la cola porque entonces, en el mejor de los casos, tendrán que cederle algunos de los turnos al oficial a cambio de que no las reprenda por la ilegalidad.
En la peor de las situaciones, pudieran terminar con una multa o encerradas en prisión. Sea cual fuese la situación, las dos mujeres tendrán que pagar como soborno una parte de sus ganancias al “organizador de colas”, la nueva figura creada por el régimen, con salario estatal, y que por las ventajas “coyunturales” de que goza actualmente va camino a convertirse en uno de los empleos más codiciados.
Aunque las cifras oficiales hablan de la efectividad de las medidas sanitarias tomadas por el régimen para frenar el avance de la COVID-19 en Cuba, lo cierto es que los aislamientos y el cierre total de las actividades comerciales estatal y privada, unidos a la regulación de absolutamente todos los productos y la escasez de alimentos que ya venía desde mucho antes de la pandemia han causado y continuarán causando grandes estragos en la población y en las economías familiares, limitadas a estrategias de supervivencia extremas.
Sin ayudas por parte de las instituciones del gobierno, viviendo algunos bajo el temor de los decomisos, acusados de “acaparamiento” o “actividad económica ilícita”, y la mayoría dependientes del turismo o de los viajes al exterior, muchos trabajadores por cuenta propia se han visto abandonados a su suerte.
Los que han podido, han acudido a salvar el ínterin con los ahorros o han variado las funciones del negocio dentro de los estrechos límites permitidos por la ley, pero son solo una minoría que no da cuenta de la verdadera magnitud de la tragedia que han significado estos meses de inactividad para tales “emprendimientos” que en realidad son mera “economía de subsistencia”.
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