De “chivato” en Cuba a inmigrante desamparado en Moscú

LAS TUNAS, Cuba. — Confieso que, a primera vista, no lo reconocí. La distorsión de la imagen o la transformación física del antiguo perseguidor me impidió identificarlo. Iba a pasar a otro artículo cuando leí que los migrantes de la historia eran de mi pueblo, Puerto Padre, y por curiosidad proseguí la lectura, hasta que llegué a la fotografía de su mamá. Llegado a ese punto cardinal de la hipocresía, primero sentí asombro, luego ira y después lástima; no por este sujeto que ahora clama para sí piedad cuando antes no la sintió por las víctimas de sus delaciones, sino por su madre.
Pues sí, nada me decía aquel rostro flaco, prematuramente envejecido, de ojos hundidos en las cavernas de sus miserias, relatando un viacrucis, una odisea lastimosa, como el cuenco de la mano de un mendigo; como si él mismo, en otro tiempo, hubiera sentido compasión por sus semejantes y no desprecio; como si no hubiera colaborado para que le arruinaran la vida a otros, en su propia patria, por pensar políticamente distinto.
Del mismo modo, unos policías brutos, hablando en un dialecto extraño, le habían arruinado la vida a él, por ser un inmigrante ilegal, haciéndolo decir, en tono plañidero: “Escribí en Facebook mi testamento para que supieran dónde hallarnos si moríamos”.
Yo no podía creerlo, y con la página de CubaNet abierta fui donde una vecina suya y mostrándole la fotografía le pregunté: “¿Éste es él o es su hermano?”.
“Es él mismo. El que vivía vigilándolo a usted”, dijo la vecina.
“¡Así es que Mario pasó de chivato en Cuba a inmigrante desamparado en Moscú! ¿Y por qué no le pide ayuda a Adrián Pupo, a Rogelio, a Miguelito, o al espíritu del coronel Héctor Ávila —muerto por negligencia médica—, los oficiales del Ministerio del Interior a quienes tanto él sirvió?”, dije.
Resulta que este sujeto, Mario Alberto Céspedes Pérez, residente en la calle Alejo Tomás, esquina a Juan Gualberto Gómez, en Puerto Padre, quien fuera empleado del Centro Municipal de Higiene y Epidemiología, formó parte de las decenas de personas captadas por la Seguridad del Estado para vigilar y acosar a opositores, activistas de derechos humanos y periodistas independientes. La labor de vigilancia de estos individuos, testaferros de los oficiales operativos, reclutados en los más disímiles puestos de trabajo, entre delincuentes y aún entre los presos en las cárceles, no era penetrar organizaciones o personas para obtener información. Su labor era de chequeo cuasi público, de seguimiento, para mostrar a las fuerzas represivas que tenían absoluta observación sobre los opositores.
En mi caso, Mario Alberto Céspedes Pérez, como tantos otros colaboradores que tengo bien identificados, pasó días y noches durante meses apostado frente a mi casa o en sus cercanías, vigilando todos mis movimientos y los de mi familia; no sólo a mi hijo Albertico, que sí me auxiliaba en mi trabajo, sino que llegaron a seguir también a mi madre, una anciana octogenaria, enferma.
Pero ahora vemos a estos sujetos huyendo de Cuba en condiciones miserables, o muy bien establecidos en los Estados Unidos, Canadá, España o cualquier país europeo; no luchando por la libertad de Cuba, sino viviendo ricamente, sin ningún temor, las libertades de la democracia contra las que ellos mismos lucharon en Cuba, y, por supuesto, haciendo dinero en el sistema capitalista que tanto criticaron. Algunos, que estaban muy bien situados en los medios de comunicación del castrocomunismo, llamando “mercenarios” y “contrarrevolucionarios” a quienes arriesgaban su libertad personal por la libertad de Cuba, hoy son expertos en publicidad en Estados Unidos. “¡Cómo cambia la gente!”, decía el estribillo de aquella canción.
Yo perdono a ese tal Mario, porque perdonar es de cristiano, como también es de humano no olvidar. No guardo rencor ni alisto represalias contra ninguno de mis perseguidores porque yo, dentro de los calabozos, fui un hombre libre. Todos los días que pasé en huelga de hambre en los calabozos estuve con el estómago transido, sí, pero estaba con el corazón lleno de libertad, mucho más que mis perseguidores, que hoy son eructos del régimen que los utilizó para luego escupirlos.
Y ese Mario es un buen ejemplo de “chivato”-inmigrante. Sólo eso, porque como él ya son demasiados, y muchos todavía sin identificar. Porque por el bien de nuestra historia y de la nación que ojalá un día podamos tener, a los cubanos nos está prohibido olvidar.