LA HABANA, Cuba. – Por estos días no existe otro tema sobre Cuba que no sea el tornado. En todos los medios se habla de La Habana “arrasada” pero si nos fijamos bien en la trayectoria del fenómeno, apenas se trata de un rasguño en una urbe que es mucho más extensa que los cerca de veinte kilómetros cuadrados que abarcó la catástrofe.
La pregunta de muchos es ¿qué hubiera pasado si el tornado hubiese seguido rumbo a Centro Habana o hubiera comenzado su recorrido desde el suroeste, afectando a barriadas marginales de la Lisa, Marianao, Arroyo Naranjo? ¿Qué sería hoy de los tantos “llegaypones” (sitios en muchos sentidos peores que una favela) que existen hoy en la periferia, allá por la Güinera, Párraga, Calabazar, Mantilla, El Moro, el Cotorro? ¿O cuál hubiera sido la reacción del régimen si todo se hubiese reducido a las zonas residenciales de Miramar o Nuevo Vedado, o un poco más al Oeste, donde vive la mayoría de los dirigentes cubanos? ¿Imaginaríamos la misma reacción para la Zona Especial de Mariel, los cayos del Norte o Varadero?
En cualquiera de esos otros escenarios, la historia sería muy diferente. No por gusto, cuando se acerca un huracán, hasta quienes no la habitan imploran que “ojalá no pase por La Habana”, conscientes de las consecuencias de una calamidad de tales proporciones para una ciudad que vive en un perpetuo “tornado” de indiferencias y abandonos.
Los miles de edificios en ruina y el millar de basureros desbordados y el centenar de ciudadanos que hurgan en estos en busca de ropa, alimentos o desechos que reciclar o vender son esos otros “damnificados” para los cuales el viento torrencial jamás ha dejado de soplar en 60 años y que por tanto son invisibles para la prensa oficialista, el gobierno y para los “caritativos circunstanciales” que prefieren pensar que la miseria que ven fue generada en los minutos del paso de la tromba.
Señores, la Calzada de 10 de Octubre y sus “pobres” siempre han estado ahí. Por supuesto, desde el Vedado o Quinta Avenida, desde la comodidad de un auto con ventanillas oscuras o desde unas vacaciones en Miami o unos traguitos en el Sarao, la loma de Jesús del Monte apenas es un lugar pintoresco.
Pero antes del tornado, frente a la iglesia, hace ya varios meses se derrumbó una escuela primaria cuya estructura colonial dañada, durante años, puso en peligro la vida de miles de escolares a pesar de las advertencias de la prensa independiente. El último ciclón por suerte la echó abajo pero muy pocos de los “caritativos”, tan movilizados “por Cuba” se han detenido en ese detalle “del pasado” quizás porque es mucho más oportuno atribuirlo al presente, es decir, adjudicárselo al tornado.
En tal sentido, la ventolera llegó para exponer algunas incompetencias pero también, peligrosamente, para enmascarar otras mucho más graves, como aquellas relacionadas con la nula gestión y el escaso poder de los gobiernos locales para paliar la precaria situación del fondo habitacional, así como la verdadera mafia institucional que se mueve alrededor de los asuntos de la vivienda y los materiales de construcción.
La Calzada de 10 de Octubre ya estaba en ruinas y nada, absolutamente nada, indicaba que el Estado estuviera trabajando por mejorar las condiciones de vida de quienes habitan el territorio. Sin embargo, si hoy alguien que jamás había puesto un pie en la zona lo hace, pudiera llegar a atribuir a la manga de viento aquello por lo cual es inocente. Un error de apreciación que conviene a muchos “allá arriba”, y veremos cómo abundarán los “confundidos”, así como se sobran hoy en las redes sociales.
El tornado no solo dejó a la intemperie a más de un centenar de familias sino, además, dejó al descubierto las contradicciones de un régimen y las hipocresías de unos cuantos que apenas “descubren”, algunos con sospechosa ingenuidad, que han vivido en un estado policial donde incluso la voluntad de “donar”, “ayudar”, “organizarse”, la libertad de ser espontáneos en nuestros afectos, sensibilidades, empatías o compasiones, son secuestradas, cuestionadas, impedidas e incluso penadas, sancionadas o castigadas por un poder que no es capaz de convertirse en alternativa a tales impedimentos.
Mientras frenaba y obstaculizaba la entrega directa de donaciones, abría tiendas para la venta de alimentos cuando la situación reclamaba gratuidad total. Mientras se colocaban pantallas gigantes en las calles para difundir la marcha de las antorchas y la televisión oficialista disponía de grupos electrógenos para la transmisión remota, en los barrios apagados las velas de cera se vendieron por el Estado a 5 pesos la unidad, un precio excesivo para quien recibe una jubilación mensual de solo 200.
¿Dónde han estado las tiendas de campaña, las mantas, los kits personales de pequeños auxilios, y los baños portátiles que debieron instalarse en los lugares afectados, los generadores de electricidad, las reservas de comida que tanto administran los militares para “tiempo de guerra”? ¿Por qué inmediatamente después de lo ocurrido la defensa civil no mantuvo informado con altavoces a los vecinos sobre la catástrofe y así evitar que las personas salieran a las calles de modo imprudente, exponiéndose a los derrumbes y a la peligrosidad del tendido eléctrico en el piso? Muchos vecinos en esos lugares no supieron lo que pasó hasta muchas horas después.
Así, frente a las quejas de la población, una buena parte de la prensa oficialista, tal vez por mostrarse algo crítica o por matar dos pájaros de un tiro, se dedicó a desviar los ataques hacia choferes de alquiler y puesteros que, sin dudas de modo insensible, no bajaron las tarifas de precios pero que, de modo similar al gobierno, se unieron a la corriente de insensibilidades emanadas de un sistema que emplea recursos en imprimir camisetas y distribuirla gratis para promover el sí en un referendo mientras cobra alimentos y agua a quienes lo perdieron todo. Un sistema que emplea guata y petróleo para encender antorchas pero que es incapaz de construir con ellos un humilde colchón y un mechero para quien esa noche durmió entre escombros, en medio de la oscuridad y el frío.
Entendamos entonces que al tornado que pasó, aunque terrible y mortal, no deberíamos culparlo de todo y que apenas actuó como el desconocido que llega a nuestra casa y, sin saber, se sienta en la silla de patas flojas.