LA HABANA, Cuba. – Unos 15 000 dólares se necesitan para llegar, como emigrante ilegal, desde Cuba hasta la frontera de Estados Unidos con México. Se dice que con menos de esa cantidad es posible hacer la travesía, quizás apenas con 5 000, pero que se hace más tortuoso el camino.
Que incluso cualquiera que sea la cantidad necesaria es mejor no llevarla con uno en efectivo, siendo lo recomendable enviar el dinero a algún familiar o amigo para depositarlos en una tarjeta y así evitar asaltos, robos y extravíos pues las historias de malos ratos y tragedias abundan y es tonto confiar en nuestra buena suerte.
Porque aunque en cuestiones de “fugas”, de “escapadas”, algunas veces se trata de un asunto de ser o no ser afortunados, son necesarias ciertas dosis de prudencia y más de ayuda externa para alcanzar no solo el objetivo de arribar sanos y salvos a la orilla norte del Río Bravo, sino de ser admitidos en el destino final.
De modo que emigrar desde Cuba no es algo tan fácil o al alcance de todos, mucho menos habiendo de por medio mares, selvas, desiertos, inflación y los salarios más bajos de la región, así como la moneda y el pasaporte entre los menos útiles del mundo.
Si no fuera porque marcharse definitivamente de Cuba es un acto que revela la desesperación, el cansancio y la desesperanza que nos invade estando aquí, se pudiera decir que emigrar es un privilegio reservado a unos cuantos que pueden hacerlo, en tanto cuentan con los recursos necesarios.
Sin embargo, cuando nos enteramos que la mayoría de los “hijitos de papá y mamá” escapan silenciosamente en vuelos directos a Miami, México, Panamá o Madrid entonces comprendemos que atravesar Centroamérica con la guía de un “coyote” o subirse a una lancha para tomar el camino más corto por el Estrecho de Florida no es precisamente “prebenda”, aunque entre tanto naufragio, ahogamiento, accidente y asesinato llegar con éxito sea una bendición.
A diario escuchamos en nuestras calles y barrios, en las conversaciones con amigos y extraños, que en Cuba van quedando y quedarán los que no tienen dinero para emigrar, y esos son precisamente una inmensa mayoría de cubanos y cubanas que, aún soñando con marcharse, nunca lograrán hacerlo porque en una isla-prisión, sin dinero, solo se puede caminar en círculos o llegar al borde del muro y ya estando allí, mirando al mar, suspirar por anhelos, frustraciones, decepciones, pérdidas, olvidos, y entonces volver sobre nuestros pasos.
Porque incluso armar una simple balsa o embarcación construida con neumáticos o tanques de latón, con lonas, barras de acero y planchas de metal implica una inversión en recursos materiales que no están al alcance de cualquiera.
Lo necesario para armar un bote, que ya de por sí es ilegal tanto comprarlo como construirlo o poseerlo, solo se encuentra en lo más profundo del mercado informal donde el traficante intuye cuál será el destino y por tanto fija su precio más allá de las nubes, porque a fin de cuentas siempre la desesperación cotiza más que la demanda.
Si sale de Cuba rumbo a Estados Unidos, una embarcación improvisada, básica, por muy pobre que nos parezca siempre será el resultado de un inmenso sacrificio de familias enteras. De gente que lo vende todo, que lo apuesta todo por construir algo que, simbólicamente, es más que una simple balsa.
Vidas completas son vertidas en esos proyectos que a veces tardan meses en concluirse. Así que en cada migrante que no llega, que muere en el intento, e igual en cada cubano y cubana que logran tocar la otra orilla con éxito hay una admirable historia de sacrificios y dolor, de modo que, salvado el camino con vida, es criminal negarles que continúen camino hacia adelante. Es criminal retornarlos a donde jamás podrán recuperar lo que perdieron, a donde quedarán de por vida estigmatizados por el pecado de ser “infieles” a una dictadura.
A fin de cuentas el éxodo masivo de estos meses alcanzará su propio final cuando ya nadie pueda pagar los altos precios que cuesta la escapada. Y tal como van las cosas, será bien pronto. Los límites están en la miseria que se agiganta cada día, en un salario y una pensión que no alcanzan para “brincar el charco”. Ya quienes enviaban remesas han sacado cuentas de que es mejor mandar dinero una sola vez, para que la familia emigre, que no todos los meses para que los zánganos se queden a dormir la mañana y vacacionar en Varadero.
No todos los cubanos estamos preparados para aventurarnos en una tabla de surf o para robar una avioneta de fumigación. Mucho menos para enviarnos como paquete por DHL en un país donde el más elemental servicio de correos no funciona.
La inmensa mayoría necesita pagar los altos precios que implica “emigrar” y por tanto el dólar, tan escaso, continuará subiendo su valor en el mercado informal hasta el punto en que caiga estrepitosamente contra el piso cuando ya no haya quien lo pueda comprar ni siquiera con el más alto salario que paga cualquier empresa estatal (que lo son todas en la Isla, en tanto el concepto de “privado” es demasiado pretencioso en un país donde la prosperidad individual va casi siempre asociada a las lealtades políticas).
Porque poco importa si mañana cierran Nicaragua, o Estados Unidos comienza las deportaciones, porque se sabe que el régimen hará como que clausura la puerta principal —para quedar bien con su “enemigo íntimo” del Norte— pero muy a propósito se olvidará de pasar los pestillos en las puertecitas del fondo.
Lo que sucede es que aquí quedaremos los más pobres, los más viejos y los más tontos y locos incorregibles (entre los cuales me cuento, al menos por ahora), en fin, los elementos necesarios para que cualquier especie biológica comience el proceso de extinción.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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