SANTA CLARA, Cuba.- En el sendero paralelo a la línea del tren hay cocos secos, plumas y retazos de tela de distintos colores. El señor que nos acompaña advierte que tengamos cuidado con nuestros pasos. “Aquí se puede recoger cualquier cosa mala”, y señala un bulto compacto junto a las viguetas de hierro. Ramón se ha ofrecido para guiarnos hasta la casa del animalero más cercano, donde se pueden comprar gallos, pollos, palomas y chivos a los mejores precios.
“La gente no tiene para comer, pero la brujería es otra cosa”, comenta el viejo, achacoso y cansado, hijo de Obbatalá, el orisha “dueño de las cabezas”. “Si quieres salir del bache, tienes que sacar el dinero de abajo de la tierra”. El guía conoce los precios de los animales. “No son baratos. Eso depende de los meses del año. Cuando viene un temporal, el animalero le sube unos pesitos, porque con los aguaceros se mueren muchas aves y no le da negocio”.
Yasniel se dedica desde hace varios años a vender animales, desde que pudo comprarse una casucha con un patio amplio en las afueras de la ciudad de Santa Clara. “Para salir del campo”, comenta, “que allá la cosa está peor que aquí en el pueblo. Tengo socios que me traen los pollos chiquitos, los carneros…Yo los crío hasta que crecen. Mis mejores clientes son los santeros. Son capaces de pagar lo que sea cuando están apurados”.
En la cruda etapa de los años noventa, según cuentan muchos practicantes de la Osha, estaba prohibida la venta pública de cualquier artículo para fines religiosos en Santa Clara. La explicación arbitraria que daban los inspectores era que “se trataba de la ciudad del Che” y, bajo dicho precepto, multaban a cualquier vendedor que tuviera collares, estampas o estatuillas de barro en las llamadas “candongas”. Para comercializarlos, algunos optaban por lucirlos encima de la ropa y, de esa forma, los compradores localizaban los puestos donde se podían adquirir “por la izquierda”.
Finalmente, a partir de la Resolución 42 del año 2013, proliferaron estos negocios privados con categoría legal y pago de patente, con la permisibilidad del trabajo de “productor y vendedor de artículos religiosos (excepto las piezas con valor patrimonial) o vendedor de animales para estos fines”.
Hacia la antigua periferia de Santa Clara, en el Reparto Condado, existen, a pocos metros una de otra, más de cinco tiendas religiosas, generalmente, todas con la misma variedad de productos esenciales a los practicantes yorubas. La mercancía puede ascender en precio y calidad, en dependencia de las posibilidades que tengan sus dueños para surtirlas frecuentemente.
En muchas de ellas, se comercializan la manteca de corojo y cacao y las campanas y cencerros de mejor factura, porque están confeccionados en el extranjero, traídas a Cuba por diversos proveedores o las llamadas “mulas”. Las cuentas de los collares y hasta las madejas de hilos con que se elaboran llegan, generalmente, en pequeños paquetes desde Miami o Venezuela.
Alina Becerra es la dueña de Omi Diero, uno de los establecimientos más frecuentados de la zona, y de los primeros surgidos en la provincia con la apertura al trabajo por cuenta propia. En su misma calle existen, además de la suya, otras tiendas que le hacen competencia.
“El nombre significa agua de dobles temperaturas: caliente y fría”, explica ella, coronada en Oshún, la orisha que los cubanos sincretizan con la Virgen de la Caridad del Cobre. “Nosotros tenemos pocas posibilidades para surtirnos. Antes, cuando mi esposo estaba vivo, compraba el barro crudo y hacía las soperas. Ahora es más difícil conseguir las cosas. Las herramientas, sobre todo, son las más complicadas de obtener porque hay pocos productores en Santa Clara. Tenemos que trasladarnos a La Habana y hacer compras al por mayor o esperar a que te las manden de afuera. Realmente quedan pocos productos originales. La miel nada más, y, a veces, ni eso, porque la manteca de corojo te la mezclan con cebo de carnero”.
Cuando decomisaron los refrigeradores antiguos en las casas cubanas, Alina y su esposo compraban con vales la materia prima para confeccionar los calderos que lleva Oggún, uno de los tres orishas guerreros que se reciben en esta religión afrocubana. La madera para la batea de Shangó la sacaban de Guaracabuya, el poblado que, supuestamente, marca el centro de la isla. Aun así, Alina debe entregar al estado el diez por ciento de la venta diaria.
“Hubo una etapa en que se sentía que crecer la economía de la casa. Las ventas eran amplias, porque no había tanta competencia. Ahora, a lo sumo, hago cerca de cien o ciento y pico de pesos diarios nada más. Para la comida es que me hace falta ese dinero”.
“Brujería” para calmar la miseria
Aunque no puede contabilizarse la cantidad de iniciados en la religión yoruba en los últimos años, se ha apreciado un incremento considerable de sus practicantes desde edades tempranas. Muchos de ellos, en busca de cierta prosperidad económica, para lograr un viaje al extranjero, o bien para encontrar en los orishas una salida espiritual a la crisis cotidiana que se vive en el país. El pueblo cubano necesita creer en una fuerza superior que mitigue sus carencias y, como todo credo urdido por los hombres, detrás de cada culto o ceremonia se precisan elementos materiales, palpables.
Desde que Luis Pérez se enteró que los clavos de línea “daban negocio” se dedica a recorrer antiguos rieles de centrales demolidos para traer medio saco hasta Santa Clara. “Yo se los doy a un muchacho que me los compra a tres pesos cada uno y, después, yo creo que los vende a cinco o a diez. Eso ha subido, porque ya no hay tantos clavos originales por ahí. El día que se acaben, no sé qué va a pasar”, se lamenta el hombre. Además de los clavos, Luis también ha comercializado cocos y colas de caballo (irukes) que trae desde la zona rural donde habita. Cada iruke puede alcanzar el precio de 150 pesos o 10 cuc en una tienda religiosa.
Hace tres años que Aneite López fundó junto a su esposo la tienda religiosa más céntrica de Santa Clara, a pocas cuadras del parque central. El establecimiento de “Los gordos” es sumo conocido por la cantidad de personas que la visitan en busca de velas, palos, garabatos, soperas y collares. Ella y su pareja son, posiblemente, de los santeros con mayor cantidad de ahijados en la ciudad. En la religión yoruba también funciona la oferta y la demanda.
Cada cierto tiempo, ellos o sus proveedores, deben viajar a La Habana para comprar los productos en los negocios mayoristas por cuenta propia. “En esos almacenes los conseguimos al por mayor”, explica Aneite, alias La Gorda. “Allí mismo se encuentran las cuentas, otras las traen del extranjero. Vendemos las cosas en dependencia del precio al que la compremos. Además, está el costo del viaje”.
En las tiendas religiosas de Santa Clara se venden muchos calderos confeccionados con balones de oxígeno cortados a la mitad, estatuillas de barro, muñecos de plástico criollos que se elaboran en fábricas particulares. Detrás del culto yoruba existe toda una suerte de comerciantes que se ganan el pan diario gracias a esta creencia popular heredada de África. Los altos precios de los productos resultan indicador incuestionable de que en Cuba “cada cual vive de lo que puede, hasta de la religión”, acota un sabio santero, a quien expulsaron de su trabajo en los años ochenta por “realizar prácticas contrarias a los estatutos revolucionarios”.