LA HABANA, Cuba.- Me contaba Luis Manuel Otero, un reconocido artista cubano, que hace unos días, después de saludar a una amiga en la calle, un policía se le acercó para pedirle su documento de identificación y a la vez acusarlo de “asedio al turismo”.
Luis Manuel es negro y la amiga es blanca, con cierta apariencia de extranjera, lo cual fue motivo suficiente para “provocar” el episodio.
Si su anécdota resulta preocupante es precisamente porque no tiene nada de excepcional. Tales atropellos son parte de un método de control discriminatorio establecido por el aparato de gobierno en detrimento del bienestar ciudadano y con el fin de proyectar una imagen de orden inspirada en la disciplina militar. Tengamos en cuenta que somos un país militarizado.
Según el comité organizador de la XXXVIII Feria Internacional de Turismo de España, celebrada hace apenas unos días, Cuba es el país más seguro para el turismo.
Pareciera una buena noticia y de hecho los medios de prensa oficialistas la han divulgado con frenesí, no obstante, han tenido mucho cuidado en no informar que en la selección final de los países más felices del mundo, realizada hace poco por una organización internacional, Cuba no alcanzó siquiera a estar entre las primeras veinte naciones.
Un titular medianamente honesto hubiera podido ser algo así como “Cuba es un país seguro pero infeliz”, con lo cual quedaría aclarado que la alegría expresada en el rostro del ministro cubano del Turismo al recibir el galardón en España era el resultado de la infelicidad de multitudes de hombres y mujeres sistemáticamente humillados.
Para los cubanos de a pie, reír frente a una cámara fotográfica en manos de un desconocido muy pocas veces significa ser feliz. En las calles de la Habana Vieja, uno de los lugares más promocionados por los operadores de turismo hacia Cuba, llueven los ejemplos de personas cuyo trabajo es sonreír o servir de payasos a ese extranjero que solo gusta ver de la isla caribeña el paraíso que le han descrito en la guía de viaje.
Una sonrisa en el rostro o el jolgorio popular no son pruebas suficientes para inducir que ignoremos lo esencial de un fenómeno alarmante por su tendencia a ser práctica habitual: los ciudadanos cubanos son sistemáticamente reprimidos en sus libertades individuales.
Estamos tan acostumbrados a ser ciudadanos de segunda con respecto al extranjero que nos visita que apenas notamos nuestro propio apartheid.
Está expresado tanto en la reacción prejuiciosa de un cuerpo policial que se vale de patrones racistas para asegurar el orden público, como en el sistema de clasificación usado por el Ministerio del Interior cuando emite un documento de identidad o cuando establece las normas migratorias para los cubanos, quizás los únicos ciudadanos del planeta que viven en riesgo constante de perder su nacionalidad y sus derechos si deciden alejarse mucho tiempo del país natal.
El régimen ha ido tan lejos en su proceso de enquistamiento en el poder que ha convertido la nacionalidad en un privilegio otorgado y no en un derecho, así mismo, al interior de la isla, ha establecido divisiones más graves y dañinas basadas en el lugar de nacimiento.
Un ejemplo son, según cálculo estimado basado en la capacidad de transportación, ya que no existe un registro confiable, el centenar de deportaciones semanales de ciudadanos sin residencia legal en la capital cubana, de los llamados peyorativamente “palestinos” o “palestros”, un fenómeno que viene sucediendo desde hace décadas sin que existan reportes constantes en la prensa, tanto oficialista como independiente, ni monitoreo por parte de organismos internacionales encargados de velar por los derechos humanos.
Sencillamente lo ven como un asunto de regulación de la migración interna y no como una criminalización de toda una población de acuerdo con una “fatalidad geográfica” que repercute incluso en el desarrollo personal del individuo, en su acceso a la información y en su disfrute pleno como ciudadano de un país.
El modo en que son detenidos en las calles, esposados y trasladados a centros penitenciarios donde son tratados como animales y luego embarcados en vagones de trenes especiales hacia sus provincias de residencias e ingresados en una base de datos como criminales, pero además la pasividad y las pocas reacciones de denuncia o protesta, la escasez de estudios sobre el tema desde el punto de vista de la violación de los derechos humanos, son indicadores de una injusticia que se ha ido transformado en norma hasta invisibilizar el fenómeno incluso para las víctimas.
Por ejemplo, queda pendiente de una indagación mucho más profunda en las estadísticas migratorias de cubanos hacia el exterior, si existe un componente mayoritario de personas que han sufrido esta segregación. Sobre todo entre aquellos que han abandonado el país como balseros o que han decido optar por la “deserción” (según los términos carcelarios usados por el propio gobierno al referirse a los funcionarios estatales que no regresan al país), como única vía de escape en un régimen que incluso criminaliza la decisión personalísima de los ciudadanos de elegir el lugar del universo donde vivir.
Hace unos días, Yanier, un joven estudiante de Derecho al que entrevistaba en la calle acerca de la felicidad y la percepción que tenía sobre el país donde vivía, me dijo algo muy simple pero que pocos hemos tenido en cuenta al observar el fenómeno migratorio cubano a la luz de otras realidades: “la gravedad y la particularidad de lo que pasa con los cubanos no está en la gente que se va, sino en aquellos que deciden no regresar jamás, porque no sienten orgullo en decir que viven en Cuba, incluso en decir que son cubanos, y lo más triste de todo es que tienen sus razones”.
Pudiéramos ser un país seguro, incluso a costa de la represión, del control excesivo, de la marginación e incluso del servilismo institucionalizado y de la pobreza, la ideologización y la desinformación generalizadas como estrategia política perversa, sin embargo, eso jamás producirá un país medianamente feliz. Por el contrario, disparará los índices de depresión, suicidio y las tasas migratorias, también el éxodo de profesionales.
El Ministerio de Trabajo y Seguridad Social reportó, este año que recién concluyó, unos 30 mil profesionales de alta calificación que han decidido abandonar sus puestos de trabajo en instituciones estatales para buscar otras opciones de vida en el sector privado y quizás, más tarde, cuando reúnan cierto capital, en la emigración.
Siendo un dato “oficial”, en un país donde las autoridades no suelen lavar los trapos sucios a la luz pública, pudiéramos suponer que las cifras son aún más altas y que dejan fuera profesionales de nivel medio, estudiantes recién graduados y con apenas vida laboral, más todo el potencial joven, calificado o no, que descarta cualquier vínculo con una economía estatal fracasada.
Sin embargo, tan solo la cifra deja ver el cúmulo de insatisfacciones que hacen de Cuba un país muy atractivo y seguro para el turista que solo busca sol, playa y sexo, baratos, pero muy desagradable para quienes nacieron en él y, peor aún, en el “momento histórico” equivocado.