LA HABANA, Cuba.- El desarrollo de los pueblos se expresa muy claramente en su arquitectura, ese lenguaje que se amolda a los diversos períodos históricos y fluye a la par de los acontecimientos, actuando como registro de las transformaciones urbanísticas, sociales y culturales. La arquitectura es, quizás, el mejor testimonio del devenir de un país. Su evolución revela desde líneas de pensamiento y principios estéticos, hasta las intenciones de perpetuar el poder de una determinada clase social.
La Habana posee símbolos, como la Giraldilla —versión diminuta de La Giralda de Sevilla—, que reflejan la condición de colonia española que alguna vez ostentó. Otro de sus íconos es el Capitolio, a semejanza del construido en Washington DC, que ilustra la cercana relación que mantuvo la Isla con los Estados Unidos durante los años de la República (1902-1958). Sin embargo, algunas construcciones han perdurado por lo que representan para la capital cubana más allá de las connotaciones políticas. Son evidencias de la devoción que sintieron los gobernantes de épocas anteriores por la hermosa y ajetreada Villa de San Cristóbal de La Habana, que nació como un caserío de paso en los primeros años del siglo XVI, y creció hasta convertirse en una de las ciudades más prósperas de América.
Un día como hoy, pero de 1828, fue inaugurado El Templete —pequeño edificio de estilo neoclásico— en el mismo enclave en que fuera celebrada la primera misa e instituido el primer cabildo el 16 de noviembre de 1519, fecha oficial de la fundación de la villa. Paradigma de la arquitectura conmemorativa cubana, El Templete fue construido por iniciativa del entonces Capitán-General, Dionisio Vives, en un contexto propicio para transformar la fisonomía de una ciudad que, convertida en importante nodo comercial de la Corona Española, ya desbordaba los límites de sus propias murallas.
El lenguaje neoclásico, entonces de moda, fue escogido por su sobriedad, apropiada para resaltar la tradición y la historia; pero también para igualar la elegancia de los modelos europeos. La Columna de Cajigal, erigida en 1754 por el gobernador de igual nombre para rememorar el nacimiento de la villa, fue integrada al monumento y se la puede ver en el centro mismo del jardín, rematada por una imagen de la Virgen del Pilar y flanqueada por el busto de Cristóbal Colón encargado por el Obispo Juan José Díaz de Espada.
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Dentro del recinto descansan los tres murales del pintor francés Jean Baptiste Vermay, en los que aparecen recreadas la fundación de la ciudad, en 1519, y la inauguración de El Templete, tres siglos después, en presencia de lo más granado de la sociedad habanera.
Ubicado en el Centro Histórico, una zona de especial atractivo para los turistas, el monumento fue objeto de una importante restauración para devolverle su estructura original, que había sido alterada durante el período republicano. La intervención modificó la cerca perimetral con la ampliación del pórtico; se sembró una nueva ceiba y los jardines fueron remozados. La obra mejoró notablemente gracias al rescate de sus elementos neoclásicos, bastante dañados por el salitre y el paso del tiempo.
En un país donde la tradición arquitectónica se ha perdido, y a lo largo de seis decenios muy poco se ha construido que valga la pena ser mencionado, El Templete no solo sobresale por su excepcional tipología; sino porque entraña un gesto de profundo aprecio hacia la capital cubana por parte de un alto oficial español. Eso es más de lo que puede decirse sobre el régimen castrista, tan enemigo de la belleza, las tradiciones y, especialmente, de La Habana.
Muchos proyectos para rehabilitar la ciudad vieron la luz en el siglo XIX: desde el Parque La India (o la Noble Habana), sufragado por los contribuyentes adinerados, hasta los paseos extramuros que confirieron una imagen moderna a la capital, y las urbanizaciones de barrios como Cerro y Vedado. Pero ninguno reviste la importancia de El Templete, que marca el lugar de nacimiento de una ciudad salvada por su bahía, por la corriente del Golfo, por su valiosa posición geográfica.
La llegada de la pandemia ha mantenido el lugar cerrado al público, y puesto en pausa la costumbre de acudir cada 16 de noviembre a darle tres vueltas a la ceiba para regalarle monedas a cambio de sueños cumplidos. Hoy la emblemática edificación cumple 193 años en su solemne quietud, rodeada de plazas y calles semidesiertas; mientras los vientos de marzo agitan las ramas de la malvácea joven sobre el frontón neoclásico, a la espera de tiempos menos duros.
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