LA HABANA, Cuba.- Ocurrió hace apenas un par de años pero ya pocos recuerdan el ensañamiento del gobierno contra los cines 3D. Nuestra realidad ha sido tan traumática en estos asuntos de las prohibiciones arbitrarias que olvidar, a veces colectivamente, se ha convertido para muchos en una especie de “reflejo incondicionado”. Pero llegaron a existir centenares de salitas por toda la isla y era esta una iniciativa privada de gran demanda popular, sobre todo entre niños y adolescentes.
Los cines estatales habían sido “olvidados” por el Ministerio de Cultura, encargado de mantenerlos abiertos, y en los barrios faltaban las opciones de entretenimiento debido más a la indolencia de las instituciones del gobierno que a la falta de recursos económicos y humanos.
No se sabe quién fue el primero en Cuba, pero muchos hallaron su oportunidad honesta de ganar algo de dinero a la vez que resolvían un problema en la comunidad mediante una propuesta que en cualquier otra realidad social habría recibido el respaldo de las autoridades, en tanto las cosas estuvieran más o menos en orden de acuerdo con una legislación objetiva.
Pero resulta que, en el caso nuestro, las leyes y regulaciones, en lo que se refiere a colocar al ciudadano en ventaja con respecto a quienes detentan el poder, pocas veces toma en cuenta la peculiaridad del contexto y casi siempre de ella emana el espíritu de reprimir y no la voluntad de favorecer, dentro de un marco legal, las estrategias individuales de supervivencia y emprendimiento.
En consecuencia, los negocios de los cines 3D apenas prosperaron e incluso fueron asumidos como un delito grave, quizás al mismo nivel que el tráfico de drogas, solo porque el Partido Comunista los había identificado como un “peligro en la formación ideológica de las nuevas generaciones”, en tanto los contenidos de las programaciones de estos cines privados, enfocadas totalmente en satisfacer los gustos de los clientes, no estaban siendo convenidos con el gobierno.
La prohibición de los cines 3D es solo un ejemplo notable de lo que ha venido ocurriendo con cada una de las iniciativas privadas que, algunas sin ser conscientes del acto, han revelado las múltiples incapacidades de un sistema, entre ellas la de aceptar el cambio y transitar hacia la normalidad.
Ya en los años 80 aquellos campesinos que confiaron en la apertura del libre mercado pagaron la novatada y algunos hasta terminaron en la cárcel tratados como malhechores.
“Bandidos” fue el término usado en los discursos de las principales figuras del gobierno cubano para atacarlos y crear la atmósfera adecuada que permitiera deshacer de un plumazo, con cierto grado de aprobación popular, aquel experimento económico que si, por una parte, arrojó los resultados esperados al elevar la productividad y la variedad de la oferta de los pequeños agricultores, por la otra generó un pequeño núcleo de prosperidad desde la autonomía que puso en evidencia la ineficiencia del sistema político. Y borramos de nuestra memoria aquel episodio.
Ha sucedido lo mismo con la crisis de los almendrones (taxis privados), el ultimátum a los bicitaxistas, las trabas aduaneras a las mulas, el cierre de los timbiriches de esquina, las limitaciones a los talleres de celulares, las condiciones a las fregadoras de autos y a los dueños de casas de renta con piscinas.
Más adelante habremos de olvidar a los que ahora están en el centro de la diana: las galerías de arte independientes y los clubes nocturnos no estatales que, en pocos días, deberán transformarse en simples establecimientos gastronómicos al no poder ofrecer espectáculos ni contratar artistas.
Cada uno, a su modo, ha “lastimado” con sus iniciativas y propuestas los dos extremos más sensibles del estrecho abanico de posibilidades con que cuenta el emprendimiento en Cuba. Por una parte, han prosperado lo suficiente como para evidenciar la obsolescencia de muchas pretensiones de la empresa estatal; por otra, se han aferrado a la autonomía, en gran medida desvinculados de la institucionalidad oficialista, lo cual para algunos hasta ha significado un valor agregado al producto que ofrecen, sobre todo en los casos de los negocios ligados al arte, los espectáculos y el entretenimiento.
Esto también pudiera explicar por qué unos sobreviven mientras otros tropiezan constantemente o se extinguen apenas han surgido, más allá de cumplir o no con la ley, más allá de portarse bien o ser rebeldes con o sin causa. Se trata simplemente de acatar una regla que todos conocemos: “el que me haga sombra, se va”, que también pudiera parafrasearse de otros modos, algo así como “el que me ponga en evidencia, muere”. Prohibido decir que el rey está desnudo.
Casi todos los emprendedores han forcejeado con las reglas pero cada cual en niveles de peligro diferentes. Los vendedores de discos pirateados lo hicieron, lo hacen, pero han sabido manejar el enojo del poder con determinados guiños, digamos ayudando a distribuir algún que otro material o información de interés. También los principales “paquetes semanales” hasta han lanzado sus proclamas de alineamiento político, aunque no ideológico, con lo cual han conseguido disminuir la fuerza del ataque pero aún no están a salvo. Tengo que confesarles algo: nadie lo está.
Por ahí comienzan a surgir los que, para resistir la ofensiva, disfrazan sus negocios de “proyectos comunitarios” o quienes han comenzado a pactar alianzas encaminadas hacia el cooperativismo al tener esta variante el visto bueno del gobierno incluso en la futura Carta Magna donde al menos ocupan un escalón por debajo de inversores extranjeros y empresas estatales, lo cual no les asegura un futuro promisorio y quizás hasta los devuelva al camino de la “estatalización socialista”.
Pero ya cuando eso ocurra habrán pasado al menos unos cinco años, quizás menos, el tiempo suficiente para, por efecto del trauma, olvidar incluso que alguna vez existieron almendrones y paladares, casas de alquiler y galerías de arte, en fin, emprendimiento y sector privado.
Una prehistoria humeante de cambios económicos cuyos resultados avivará en muchas víctimas el deseo de retornar a las cavernas, es decir, a los años 60 o 70, al viejo grito de “Vivan las cadenas”, que por estos días ha tenido sus variantes “criollas” en los “debates” populares sobre la nueva Constitución.