LA HABANA, Cuba. – Treinta años tardaría Marisol Rodríguez en hablar de sus experiencias en los meses anteriores al destierro. Misteriosamente, comenzó a sufrir ataques de pánico; su sicóloga le sugirió volver a Cuba a enfrentar sus monstruos. Regresaría a su patria, por vez primera, en mayo de 2010, justo treinta años después de la partida.
En abril de 1980 la joven tenía apenas 17 años; junto a su esposo y otros diez mil cubanos se había asilado en la Embajada de Perú en La Habana y, poco después, emigrado hacia los Estados Unidos (EU) por el puerto de Mariel.
Por entonces, los cubanos no tenían permitido viajar al exterior sin autorización. Miles de jóvenes aprovecharon la apertura del Mariel para escapar de la dictadura. La mayoría de estos llamados “marielitos” habían nacido bajo la égida de la “Revolución”, entre los años 60 y 70; décadas en las que el terror y la falta de libertades se afianzaron en el país.
Marisol formaba parte de esa generación educada bajo los preceptos de la “revolución socialista”. Su padre era militante del Partido Comunista de Cuba (PCC) y había luchado en la Sierra Maestra. Pero Marisol era rebelde por naturaleza, tal y como una vez lo fue su padre. Lo cuestionaba todo, “y eso podía ser peligroso en los años 70’s en Cuba”, puntualiza.
“Además ‒añade‒ veía cómo por un lado se le exigía al pueblo a la igualdad, mientras los de ´arriba´ llevaban una vida de lujos, de burgueses. Lo había visto de cerca, cuando mi papá por haber sido combatiente tenía sus privilegios, lo vi los años de becada con una compañera, hija de un ministro. Ella jamás fue a la escuela al campo, jamás hizo nada y, hasta dónde sé, se graduó y jamás ha trabajado. En su casa, que visité más de una vez, había criados, chofer y todo el lujo que uno pueda imaginarse”.
“Vi y viví ‒explica‒ muchas injusticias de personas oportunistas que hacían cualquier cosa por escalar en sus puestos o en el Partido”.
En su despertar respecto a la realidad cubana también influyó su esposo ‒con el que se casó tres meses antes del éxodo‒ quien era hijo de un expreso político y comenzó a facilitarle algunos textos prohibidos por la dictadura.
“Una mente culta es libre ‒alega‒ y, en aquella represión que vivíamos en los setenta, al gobierno no le convenía; estaba prohibido pensar diferente. Hasta la ropa que usábamos podía ser observada como aquello mal llamado ´diversionismo ideológico´.
El éxodo
El primero de abril de 1980, en medio de la desesperación por salir del país, uno pequeño grupo de cubanos irrumpen en la embajada de Perú, en La Habana. Estrellan un autobús contra la entrada; los guardias disparan y, en el fuego entrecruzado ‒pues los ocupantes estaban desarmados‒ muere uno de ellos.
Fidel Castro estaba rabioso. A la mañana siguiente, en el periódico Granma, órgano oficial del Partido Comunista de Cuba, se informaba que, debido a la negativa de los diplomáticos peruanos de entregar a los “asesinos”, el gobierno cubano retiraría la custodia de la embajada peruana, y que podía entrar a ella todo aquel que quisiera abandonar el país. Esta decisión desembocaría en una de las crisis migratorias más trascendentales de la historia de su “revolución”.
Marisol y su esposo no lo pensaron dos veces; la embajada estaba en 5ta avenida y 72, en el municipio Playa, ellos vivían cerca del lugar. Entraron junto a sus cuñados y su sobrino de 5 años. En unos tres días ingresaron en la embajada 10 mil 856 personas: cinco por metro cuadrado. La mayoría de las mujeres y los niños se fueron organizando al interior de la edificación. Apenas podían moverse o respirar; si se movían, perdían su espacio, por eso iban al baño una o dos veces al día.
Allí llegaron médicos, abogados, maestros, ingenieros, personas de todos los estratos sociales e incluso policías. Cuenta Marisol que estos se quitaban los cinturones con el arma y luego entraban.
“Esa primera noche fue aterrorizante”, rememora Marisol. Se fue la luz y el lugar fue rodeado por militares. Años más tarde, supo que en esa ocasión estaban dispuestos a matarlos a todos. Los detalles de las negociaciones entre Fidel y Ernesto Pinto-Bazurco Rittler, el embajador de Perú en La Habana, salieron a la luz pública hace pocos años, luego de una entrevista a Pinto-Bazurco. El diplomático narra que le refirió a Castro que aquella situación era culpa suya; este le refirió: yo sé matar, tú no.
Marisol y sus familiares estuvieron en la embajada siete días; algunos de ellos lograron tomar yogurt, otros comer mango con agua. Se desmayó varias veces.
Castro continuó entonces con sus planes macabros; penetró la embajada de agentes que crearon discordias. Ante la opinión pública internacional, se mostraba como benévolo, enviando suministros al interior del lugar, pero lo cierto es que, intencionalmente, enviaba escasas cantidades, insuficientes para todos, lo que generó disputas. También ubicó carros con postas médicas a las afueras, pero los supuestos médicos eran agentes de la seguridad que enviaban órdenes a sus infiltrados e interrogaban a todos para conocer lo que sucedía adentro.
A los tres o cuatro días, Pinto-Bazurco comunicó a los refugiados que podían salir, que les iban a facilitar salvoconductos para salir del país hacia otras naciones. Muchos se negaron, no creían que aquello fuera a ser tan fácil y permanecieron en la embajada hasta que, poco a poco, todos se fueron retirando.
Unos días después, un oficial de emigración le notifica a Marisol que debía presentarse en la oficina de emigración. Al ser ella menor de edad, debía llevar a sus padres para que le dieran el permiso de salida. Su padre era marinero mercante, en ese entonces se hallaba en el Medio Oriente y tardaría unos nueve meses en llegar. Aun así, Marisol se dirige al lugar con su madre.
La turba de gente estaba esperándolas para agredirlas. A su madre, que ni siquiera se iba del país, la golpearon con un palo por la cabeza, a Marisol la arrastraron por el piso; todavía tiene las marcas de las heridas en las rodillas. Cuando lograron zafarse, entraron a la oficina de emigración.
“Tú no te vas a ir del país hasta que tu padre venga y firme”, le dijo la oficial que las atendió. La desesperación aumentó. En los días siguientes, le organizaron varios actos de repudio frente a su casa. Marisol apenas salía para evitar otra golpiza.
“Todo muy doloroso ‒rememora‒ Recuerdo que pensé: cuánto nos han dividido”. Fidel Castro incitaba cada vez más al enfrentamiento, los mítines o actos de repudio; los llamaba lumpen, escoria, gusanos.
De joven maestra y estudiante universitaria, Marisol pasaba a ser una indeseada, una traidora, una extraña en su propia tierra. Para Castro, ver cómo sus “pinos nuevos” renegaban del proceso “revolucionario”, debió ser una muestra estruendosa de su fracaso. Pero no, su ego y malicia le impedían reconocerlo.
“Quien no tenga genes revolucionarios, quien no tenga sangre revolucionaria, quien no tenga una mente que se adapte a la idea de una revolución, quien no tenga un corazón que se adapte al esfuerzo y al heroísmo de una revolución, no los queremos, no los necesitamos”, dijo en uno de sus discursos.
Todos los que habían penetrado la embajada peruana y estaban en los trámites de salida del país, por casi un mes, tuvieron que soportar los actos de repudio y las golpizas. Narra Marisol que incluso sus amigas la amenazaron con arrastrarla “por toda la cuadra por traidora”.
Mientras, la adolescente esperaba desesperadamente la firma de su padre, a quien le había enviado un cablegrama. Poco después, este le remitiría el permiso de salida. Al día siguiente, supo de la apertura del puerto de Mariel.
Fueron llevados para El Mosquito, un campamento donde esperarían la salida. “Si los días de la embajada fueron terribles, aquellos ocho días en El Mosquito fueron peores”, refiere.
La comida era pésima, se bañaban en el mar, y los mosquitos y el calor eran insoportables. Además, continuaron padeciendo las agresiones ‒como lanzamientos de huevos‒ y los insultos de otras personas enviadas al lugar con ese fin: denigrarlos.
El 22 de mayo, en la tarde noche, fueron transportados en autobuses a Mariel, en donde abordaron un barco de pesca llamado La Coloma, de unos 35 pies y que llevaba 74 personas a bordo. Iban “como sardinas enlatadas”.
“Yo solo observaba cómo las luces de Cuba se iban alejando ‒evoca‒ recuerdo que pensé: ¿cuándo te volveré a ver? Fue duro, durísimo ver las luces desaparecer y quedarnos en aquella oscuridad en pleno mar abierto”.
Desembarcarían en Cayo Hueso, EU, la tarde siguiente, luego de más de doce horas de travesía. Ese mismo día cumplía 18 años. “Yo le llamo a ese día mi renacer, porque mi vida cambió completamente”, afirma.
Al llegar, se aterró al ver a tantos militares. Estaba traumada. Pero el recibimiento fue totalmente distinto a la despedida. Un militar norteamericano le ofreció amablemente una Coca-Cola y una manzana. Allí les dieron zapatos, ropas, aseo… también les hicieron análisis médicos. Fue entonces que supo que estaba embarazada. Su hijo Pepito nacería ocho meses más tarde.
Los “marielitos”
Para Marisol, uno de los sucesos más dolorosos fue enfrentar que sus compatriotas de EU los llamaran, despectivamente, los “marielitos”. En ellos había calado también el estigma de que los exiliados por el puerto de Mariel eran la escoria de la sociedad cubana pues Fidel, en un tétrico acto, había aprovechado el éxodo para vaciar las cárceles y las instituciones mentales.
Hoy las cifras evidencian que menos del diez por ciento, de los 125 mil cubanos que arribaron a EU ‒entre el 15 de abril y el 31 de octubre de 1980‒ procedentes de Mariel, eran locos o criminales. Cuarenta años después, los “marielitos” muestran un desempeño social y económico similar al de la media blanca norteamericana, según investigaciones del periodista Carlos Alberto Montaner.
Marisol es uno de esos marielitos exitosos. Se convirtió en una profesional de Marketing y Relaciones Públicas; su pasión por el magisterio la llevó a hacer un Máster en Enseñanza de Idiomas y un Doctorado en Administración y Liderazgo en Educación Superior. Actualmente es profesora universitaria, en el Instituto de Ética y Liderazgo. “Este es un país de libertad, que me ha dado muchas oportunidades”, expresó.
Las palmas son cómo novias que esperan
“Las palmas son cómo novias que esperan”, fue la frase de José Martí que el hijo de Marisol concebido en Cuba, Pepito ‒quien pisaba el país por primera vez‒ escribió en su agenda después de tomar una foto del aeropuerto internacional de La Habana.
Cuando el avión aterrizaba, súbitamente, todos los tristes recuerdos ‒sus monstruos‒ algunos de ellos borrados por el trauma, volvieron a ella: “Se me hizo un nudo en la garganta y los recuerdos de mis últimos meses en mi patria llegaban, se amontonaban en desorden, me atormentaban”.
Regresaría varias veces a Cuba a visitar a su padre, pues la mayoría de su familia ha logrado escapar a EU. En el primer encuentro con su progenitor, este tuvo un leve infarto. Luego supo que, al firmar su permiso de salida del país, había sido arrestado y recluido en su camarote hasta el regreso a Cuba. Al llegar, lo expulsaron del PCC.
“Si dejo a mi hija aquí, me la desaparecen, no puedo obligarla a quedarse y ya el paso está dado”, les respondió a los cuadros del PCC ante las reprimendas. Le permitieron seguir viajando, aunque muy vigilado, ya no era confiable.
El reencuentro con La Habana fue igualmente desgarrador e impresionante: “parecía que por allí había pasado una guerra”, describe.
Su última visita fue en 2018 y “prometí no volver hasta que ese desgobierno desaparezca”.
Pese a haber enfrentado sus monstruos hace mucho tiempo, Marisol relata su historia y en ocasiones no puede contener el llanto. No obstante, para ella todo, “absolutamente todo, valió la pena. Soy una mujer agradecida a Dios y a la vida; sin odios ni rencores”.
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