LA HABANA, Cuba. – Esto podría llamarse “Últimos días de una casa”, pero ya usé ese título de Dulce María Loynaz para distinguir el relato de un derrumbe que publiqué hace algunos años en CubaNet. Estas líneas podrían también ser distinguidas haciendo notar que “Un país es como una casa”, pero también empleé ese distingo en otro texto aparecido en este sitio, y donde contaba sobre el derrumbe de un edificio a solo dos cuadras de donde vivo.
Y todavía creo que entre los tantísimos derrumbes, “Se derrumbó un pedazo de mi vida” fue el más sentido, el más triste de entre toda esa relatoría de desastres que hasta hoy hice en CubaNet. Fue lastimoso escribir sobre el desplome de aquella vieja casona dieciochesca que acogiera primero a una familia de la nobleza habanera en el siglo XVIII, y luego a un montón de cubanos entre los que estuve yo.
Creo entonces, y sin la más mínima duda, que debía estar muy acostumbrado a los desastres, a las muertes y las angustias que acompañan a esos eventos que nada tienen que ver con la naturaleza, esos que nada tienen que ver con huracanes, maremotos, terremotos o con cualquiera de las peores fuerzas de la naturaleza, pero sí con la desidia, con la negligencia, la miseria y el desamor, y esos resultan ser los peores porque son los que se pueden evitar.
Duele mucho el terremoto de Turquía. Duelen mucho esas imágenes y las noticias que nos llegan cada día, y las tantísimas historias de vidas perdidas y las familias sepultadas, y el desconsuelo de tantos, y mucho más si los gobiernos no se implican, que no parece ser el caso de Turquía. Sin dudas el mundo moderno, y sobre todo el más desarrollado, se prepara para estos eventos creando estructuras antisísmicas, pero algunas veces la prevención no resulta suficiente.
Los cubanos sabemos mucho de desastres; algunos de los nuestros son naturales, pero la mayoría salen de las imposiciones. Los huracanes están en el segundo lugar de nuestras desgracias; el primero lo ocupa el gobierno comunista, el cual la mayoría de las veces es también el culpable de los daños que provocan tales eventos naturales. Y es que acá un vientecillo puede provocar una catástrofe, y ahí la culpa también es del gobierno que no ha cuidado del fondo habitacional, y muchos viven todavía en estructuras levantadas en el siglo XVIII.
Basta con andar la ciudad para descubrir el daño. Basta con ver el edificio que, a punto de caer, permanece habitado. Será suficiente desandar la ciudad y detenerse en sus parques para descubrir a un “pordiosero” acostado en un banco o a unas ancianas tendidas en la acera que rodea al Parque de la Fraternidad. ¿Y qué pasará en los otros? ¿Qué pasa cuando usted duerme y no atraviesa ningún parque? ¿Cuántos desamparados a la intemperie y sobre un banco harían pensar en un desastre enorme? ¿En los desastres de un gobierno?
Para muchos, las mayores desemejanzas entre los hombres podrían estar en una enfermedad mortal o en el dinero que se lleva en el bolsillo, pero vivir en las calles y sufrir la desolación, la desesperación de vivir en las calles, debe ser lo más parecido a una enfermedad mortal, a un “paisaje después de la batalla”. Y peor resultará si desde esa “cama” descubre cómo se levantan tantísimos hoteles desde los que alguien podría lanzar dinero para ver cómo nos desguazamos los unos a los otros pretendiendo alcanzar un billetico.
Una cola en Cuba tiene similitudes con las salidas despavoridas de un edificio al que devoran las llamas. Una escapada desde Cuba es muy parecida al tropelaje que se produce tras la imprevista quebradura de una pared o después de una simple arenilla que cayó del techo. Los cubanos sufrimos espantosos eventos meteorológicos que resultan devastadores la mayoría de las veces, sobre todo por el desgaste de parte de ese fondo habitacional que podría venirse abajo con el acoso del más discreto vientecillo, pero sobre todo por la desidia de un gobierno que privilegia la construcción de hoteles costosísimos mientras nos descuida.
En Cuba se hace noticia que el gobierno restaure la casa de un damnificado, sin que se hagan notar las inmundicias que acompañan a la vida cubana; las ratas que abundan en cualquier entorno, las cucarachas. Las desigualdades que pululan en nuestras ciudades no han conseguido hasta hoy a un flautista de Hamelín. Turquía sufrió un terremoto pero Cuba padece una enfermedad mortal que no es otra que la incapacidad de realización de los cubanos y la desesperación que provoca intuir la muerte, vivir la muerte, incluso la muerte en vida.
Nuestro destino precisa de un orden, pero al parecer ese orden no nos fue dado a los cubanos, a quienes se nos torció el destino porque, al parecer, nos olvidó la providencia, ese hado desgraciado de los últimos 60 años. Muchos cubanos creen que se trata de un destino impuesto por alguna existencia del inframundo, y que aceptamos sus detalles en la más triste conformidad. Solo habría que echar a Cuba una mirada para notar esa apariencia que nos hace creer que sufrió devastadores terremotos, maremotos, y todo lo que vaya más allá de los habituales huracanes.
Ya miramos el desprendimiento de un balcón que mató a tres niñas, y muchos otros derrumbes. La ciudad, una de las más bellas del mundo, es hoy una ruina, y sus habitantes exhibimos la apariencia de quien ha sufrido en carne propia un terremoto, uno de esos temblores causados por ondas que se mueven y producen fallas en la superficie. De Satanás se dice que está bajo tierra, y eso podría explicar los terremotos, pero yo me inclino a pensar que Satanás está debajo de nosotros, en un punto desconocido al que llaman “cero”, desde donde salen los constantes y descomunales destrozos que sufrimos.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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