GUANTÁNAMO, Cuba. – En las redes sociales hay personas que tienen gran capacidad para lograr giros novedosos del lenguaje y brillantes asociaciones de ideas. Hay mucho talento disperso en ellas, por eso la dictadura cubana se opone a que el pueblo pueda acceder libremente a la prensa alternativa y compararla con la oficialista. El régimen demoniza a los medios de prensa independientes porque sabe que en ellos son escrutados los problemas que eluden sus medios, tan proclives a la genuflexión.
Como parte de esa narrativa, el castrismo también acude al linchamiento mediático de opositores pacíficos y periodistas independientes, práctica indisolublemente vinculada a una política de terrorismo de Estado que tiene el objetivo de intimidar tanto a esas personas como a sus familiares y colocar a la alteridad democrática en una posición reprobada por el imaginario popular.
Me entusiasman esas lecturas porque producen goce en mi espíritu, que es el efecto que debe provocar toda escritura, mucho más si está vinculada a un fin loable. Triste será el día en que amanezca y nada me sorprenda, o ese en que me levante y me sienta huérfano de curiosidad y deseos de luchar por mis ideas.
Pero la Patria exige algo más que orfebres del lenguaje. José Martí dijo que hacer es la mejor manera de decir y esa frase deambula por mi alma como un látigo. “¿Estoy haciendo lo suficiente por la libertad de mi país?” es una pregunta que no puedo evadir. Y como hay muchos cubanos buenos sé que ellos también se la hacen a menudo, porque no se acomodan al hedonismo y están convencidos de que la Patria es ara y no pedestal, como también nos enseñó el Apóstol.
Una vez alguien a quien admiré mucho me dijo que para él la Patria era su familia. Fiel a ese concepto -y que conste, no lo juzgo- esa persona vive desde hace años en el extranjero y le va bien. Su cultura e inteligencia no fueron suficientes para progresar en Cuba, pues le faltaba incondicionalidad política a favor de la dictadura.
A otros que también fueron mis amigos ya no les intereso. Según me comentó alguien cercano, le resultan incómodos mi empecinamiento y lo que ha llamado irónicamente “mi adicción por el sufrimiento”. Doy gracias a Dios porque cada día me vuelvo más práctico en cuanto al manejo de abandonos y afectos. Y aunque sigo tropezando, al parecer algo de sabiduría adquiero, pues, al menos, me he convencido de que nada existe ni sucede por casualidad.
No concuerdo con esa forma de constreñir un concepto que para mí rebosa las lindes familiares y me agrada saber que no soy el único que piensa así.
Muchos cubanos de aquí – y también entre los que viven dispersos por el mundo- seguramente alguna vez se habrán hecho esa pregunta quemante, porque podemos aparentar frente a otros pero jamás ante nuestra conciencia.
Para nadie es un secreto que la libertad exige muchos sacrificios. Pero a esa convicción -compartida hoy por millones de cubanos- la acompaña la impunidad con que actúa la dictadura, de la cual son responsables no solamente quienes la representan, sino también todos los que la consienten. Quienes se enfrentan abiertamente a ella viven inmersos en una muerte civil marcada por la discriminación y el más férreo de los ostracismos. Locos, así les dicen los timoratos y los que tienen alma de esclavos o favorable al acomodo de las circunstancias, esos que jamás pondrán el yunque debajo de sus pies para -según escribió Martí en memorable poema- levantarse sobre él en busca de la estrella que ilumina y mata.
Un amigo que ha sido detenido ilegalmente numerosas veces, que ha sido despojado de sus bienes y ha recibido varias golpizas y hasta cárcel, me confesó una vez la tristeza que sintió cuando su entonces esposa -después de un aparatoso registro planificado minuciosamente para obtener efectos psicológicos indelebles en la familia y el vecindario- le dijo que si continuaba en la oposición la relación entre ambos terminaba.
Recuerdo que en aquél momento estaba visiblemente abatido y que indudablemente me lo contó para desahogarse. Un silencio tedioso se enseñoreó sobre el lugar hasta que no aguanté más y le pregunté qué iba a hacer. Me miró y advertí en sus ojos una luz inequívoca -la misma que quiero ver brillar siempre en los ojos de todos los que amo- cuando me dijo: “Ella me conoció siendo opositor, no fui yo quien optó por la ruptura”.
He sabido que la esposa de este amigo dice que es un egoísta, que con él perdió los mejores años de su vida, que por su culpa tuvo que dejar de trabajar y que nunca pensó en ella ni en el futuro del hijo de ambos, que con él no tuvo un minuto de paz. Así de miopes andan muchos cubanos, porque: ¿acaso luchan los opositores por un país peor que el que tenemos desde hace seis décadas?, ¿acaso no desean lo mejor para sus seres queridos?
Esa separación me golpeó por inesperada, por el dolor colateral que provocó en mí saber que sería difícil -por no decir imposible- que volviéramos a compartir momentos juntos. Y me dolió porque los dos son buenas personas.
Todas estas ideas surgieron después de un encuentro que tuve el pasado domingo con mi amigo y de comentar con él algunas recientes publicaciones en las redes.
También me pregunté cómo es posible que tanta gente brillante que existe en la oposición dentro y fuera de Cuba, con tantas ideas comunes sobre lo que debe ser nuestro país, no haya podido lograr la organización de un frente único y eficaz contra la dictadura.
Asombra todavía la ingenuidad de algunos opositores anunciando acciones de protesta, compartiendo planes en las redes sin ningún recato, como si no bastara la represión demoníaca que se ejerce contra toda disensión.
Esos goces y sombras continuaban acompañándome cuando mi amigo se despidió y lo vi alejarse por las calles de Guantánamo, como un desconocido más, esa triste mañana de domingo.
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