LA HABANA, Cuba.- Han sido tan terribles las condenas a los manifestantes del 11 de julio en La Güinera y Toyo, que si aquellas protestas hubieran escalado solo un poco más, hoy se estarían dictando sentencias de muerte y cadenas perpetuas a diestra y siniestra. “A esta gente se le fue la mano”, comentan los cubanos en las calles, y la respuesta no se hace esperar: “eso es para que sirva de escarmiento, para que la gente lo piense dos veces antes de botarse pa´la calle”. En estas palabras no hay apoyo al régimen, aunque lo parezca. Es miedo y resignación; es amargura por el rumbo que ha tomado Cuba, un país que siempre se supo iría a peor, pero lo está haciendo del modo más espantoso posible.
Hace algunos años los cubanos que viven pendientes del futuro de la nación alertaron sobre lo que parecía una carrera apurada hacia un capitalismo primitivo, al estilo de los países más pobres de América Latina. Hoy en Cuba impera algo que ni siquiera puede considerarse capitalismo, porque no hay ganancia para otros actores que no sean el gobierno y sus afines. No existe clase media; por el contrario, cada día más cubanos se igualan en una pobreza devoradora donde conviven holgazanes, obreros, desempleados, técnicos, profesionales e incluso agentes del orden.
Policías y militares también están siendo tragados por el pantano de la miseria, pues las prebendas se reparten cada vez más a nivel de cúpula. El país está acabado. No hace falta que Alejandro Gil diga que cientos de empresas están en números rojos, o que Marrero reconozca, una vez más, que se han incumplido planes. Se puede botar con confianza el televisor y solo dedicarse a mirar el estado general de cualquier barrio, las paradas de ómnibus, las colas llenas de un pueblo molido por la mala alimentación, el agotamiento y los vicios.
Se intuye el colapso inminente de la nación, y las personas tratan de prepararse para lo que se avecina. Algunos se consuelan pensando que Cuba, como una anciana muy enferma, postrada hace años, exhalará su último suspiro tranquila en medio de esta larga noche. Les alivia creer que su corazón se detendrá sin turbulencias, en una muerte piadosa, porque no hay cuerpo de nación que aguante la desbandada de miles de sus hijos, ni tanto abuso por parte de un régimen que ha demostrado estar dispuesto a destruir hasta el último núcleo familiar para no perder el poder.
Pero el estado de cosas apunta a que no será así. También el castrismo sabe lo que se avecina y planea contenerlo a base de éxodos y de una violencia jurídica sin precedentes. Las privaciones arrecian, el combustible se acaba y el verano se acerca; pero todas las armas del poder son bien visibles para quienes consideren siquiera la idea de protestar.
El régimen quiere que los cubanos se vayan o se mueran en sus casas sin hacer escándalo. Que se infarten queditos entre sus cuatro paredes, vencidos por la fatiga, la impotencia y la tristeza de saber que esto es todo. Los viejos que se mueran lamentando haber contribuido a hacer de Cuba el país más mierdero de América Latina y de Occidente. Los jóvenes que se mueran en el mar, en la selva, en las prisiones. Que la certeza de una vida sin propósito hunda a los cubanos en una depresión permanente; que las colas sigan siendo coliseos donde se enfrenten los ciudadanos unos con otros, ya se encargará la policía de encarcelar al que de una puñalada, si es que queda sitio en las cárceles con tanto preso político ocupando el lugar de los delincuentes. Que madres y padres se arranquen el corazón viendo a sus hijos y nietos partir; que con esa despedida se les seque de una vez el alma y solo sirvan para hacer lo que al régimen le conviene: estar calladitos.
Las generaciones que ya no esperan alcanzar un futuro digno se conforman con que sus descendientes estén a salvo en latitudes donde no cueste tanto soñar. La grisura, la hediondez y la congoja se imponen por encima de los barrios “retocados” y las bodegas reparadas después del 11 de julio. Quien se queda en Cuba lo hace porque no tiene recursos para emigrar, o por un motivo que en pocos casos suele ser suficiente para apaciguar las ganas de huir: el amor filial.
A esos que se quedan el régimen les ha declarado una guerra infame y desigual. Sus armas son la mentira, el miedo y la violencia; pero olvida que en algún momento los pobres advierten que no tienen nada que perder, y si de cualquier modo el premio final es la muerte, pues mejor recibirla exigiendo derechos que entre cuatro paredes desconchadas.
Ese momento llegará, servido con la experiencia del 11 de julio y avivado por la perfidia con que han juzgado a quienes participaron de aquel despertar nacional. Si el sentido común, la voluntad política y la decencia no disponen antes otra cosa, Cuba escribirá una de las páginas más dolorosas de su historia.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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