LA HABANA, Cuba. – Hoy no salí a la calle…, tampoco ayer. Hoy ni siquiera me asomé al balcón, únicamente miré la calle desde arriba y a través de los cristales que aún le quedan a esas puertas que dan al balcón después de las pedradas. La calle está vacía y silenciosa, tan vacía y silenciosa que no parece La Habana. La calle parece un punto muerto, y todo el barrio es una sombra fantasmal. No se escucha la música de siempre, no se escucha ninguna música. No se escucha a Carlos Puebla advirtiendo que: “el comandante mandó a parar” después de su llegada.
No se escucha nada y mi perro observa cada uno de mis movimientos, espera la salida; no tengo cómo decirle que no podemos salir, que un virus ronda la ciudad, el barrio, y que tenemos que evitar su entrada a la casa. Los perros no entienden algunas cosas. El mío no sabe porque me cubro la boca y la nariz con “nasobuco”, pero quizá notó que ya no uso aquel teñido de verde olivo, que ahora tengo un verde de otro tono y otros, que no son salidos de la solidaridad cubana, que costaron. El perro se queda mirándome, sin preocuparse por la agresividad del virus, sin notar la tranquilidad de esta tarde en el barrio, sin darse cuenta que los borrachos del barrio, mis agresores, están muy quietos. ¿Será que ante el virus somos iguales todos?
Las enfermedades, las plagas, los virus con corona, consiguen milagros, incluso en esta ciudad, en la isla toda. En estos días todo es, sencillamente, “Una mera cuestión sanitaria”, como diría Virgilio Piñera o, o para ser más exacto, Electra Garrigó en esa obra mayúscula y del mismo nombre. Virgilio Piñera se salvó de este virus, pero otros comienzan a asustarse, se preguntan hasta cuándo durará la epidemia, el peligro, y hasta se preocupan por comprar el nasobuco. No importa que encarezcan, no importa que las autoridades digan que muchos altruistas los confeccionan para regalarlos luego, sin que se encuentren en ese “luego”.
Los habaneros están muy asustados y pagan lo que sea por ese trozo de tela que cubre nariz y boca. Los habaneros, los cubanos en general, amarran con fuerza las tiras del nasobuco antes de salir a la calle, y se persignan, aunque no todos sean creyentes, pero Dios despierta, en estos días, mucha más fe que las autoridades. Los cubanos no confían en la retórica del poder y temen que no estén diciendo toda la verdad. Los cubanos temen que mañana un crucero vuelva a pedir auxilio y que acá, por unos milloncitos, le permitan entrar a algún puerto de esta isla rodeada de agua por todas partes.
Los cubanos ajustan sus nasobucos, se persignan, y salen a la calle a buscar algo de comer, y vuelven con esa tela protectora bañada en sudor y con las manos vacías, desinfladas las jabas. Los cubanos sueñan y deliran. Yo mismo tuve un sueño, quizá una pesadilla. Soñé algo imposible, y hasta publiqué el sueño en Facebook. Escribí: “Anoche soñé que pedía el último en una, muy larga, cola para comprar pollo y que era Díaz-Canel el último. ¡Me desperté asustado! ¡Me quedé sin pollo!”. Eso escribí después de dejar atrás la pesadilla.
Y salí muchas veces con mi nasobuco verde olivo, el primero que conseguí. Salgo cada día protegido por esa tela pero no consigo nada para comer, y veo como el congelador va quedando vacío, como crece en espacio libre, y pienso en mi estómago, en el de mi perro, y quedo triste, pesaroso, pero insisto…, y vuelvo a ajustarme el nasobuco, y pienso en las utilidades que tiene para el gobierno esa telita; porque no podremos negar que el nasobuco resulta ventajoso para las autoridades. Esa telita que cubre la boca de los cubanos y que modifica sus voces, las ralentiza, y hasta las puede volver inescrutables.
El coronavirus puede ser útil al gobierno. La boca cubierta, la boca muda, el encierro en casa, la no socialización. El virus hace desaparecer las aglomeraciones, y cuando se hace necesario la boca está cubierta por un pedazo de tela que se amarra detrás para ajustarla, para encerrar la palabra. El nasobuco confina la palabra, limita el discurso. Y ahora llegó el aislamiento, la casa cerrada en cada puerta, en todas las ventanas, y si todo eso no bastara entonces puede aparecer la policía, para reprimir al que “se atreva”.
Exterminar el virus se consigue solo haciendo desaparecer a la gente, con todas sus representaciones, y eso es conveniente. El nasobuco y el encierro son “buenos” en tanto limitan la comunicación. El nasobuco puede hacer desaparecer la palabra y difuminar todos sus significados, toda su fuerza. La palabra descansa, se vuelve queda, se trunca el discurso, y finalmente desaparece. No estoy hablando de una propagación interesada, pero si de lo útil que resulta el aislamiento y el silencio en días de tanta inconformidad, que podrían acompañarse de exaltaciones y exigencias.
Sin dudas la enfermedad propicia la dependencia y la servidumbre, la obediencia. El ocaso del poder comunista queda entonces aplazado. El comunismo cubano vuelve a aparecer, caprichosamente, como el gran benefactor. La “revolución” se sirve de todo eso y propone hacer comparaciones, pone en sus discursos lo que resulta conveniente. El “bicho” campea por su respeto, y hablamos de él, de los vivos, de los muertos que va dejando, de los que vendrán luego.
Hablamos de la enfermedad y de los enfermos. El bicho ofrece una crecida libertad al discurso comunista, le permite cantarse a sí mismo. El coronavirus nos aleja de la verdad y nos acerca a la muerte. Este bicho resulta útil, en extremo, al discurseo comunista. Y este bicho que tanto revuelo arma, y también la enfermedad, me hace recordar otros momentos de la historia cubana de los últimos sesenta años. Hasta me hace recordar, aunque no esté muy relacionada, aquella sonada Zafra del 70, la de “los diez millones van, y de que van van”…, aunque solo consiguieron una orquesta.
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