LA HABANA, Cuba. – El primer cuatrimestre de 2020 ha sido un pozo sin fondo para Cuba. La miseria colectiva deja surcos cada vez más profundos en los ciudadanos, que ahora, como si no bastara con el totalitarismo, la represión, el déficit de viviendas, comida, medicinas y esperanza, deben lidiar también con la pandemia de COVID-19, una enfermedad mortífera que ha llegado a la Isla en su momento de mayor depresión financiera desde la crisis de 1990. El brote extendido del virus SARS-CoV-2 está zarandeando al planeta; pero si funestos son los pronósticos para las naciones desarrolladas, produce espanto pensar cómo será el impacto en Cuba, debilitada por seis décadas de malos manejos en su economía.
El aislamiento social funciona a medias debido al estado de necesidad permanente en que viven los cubanos. El número de contagiados ha registrado en las últimas jornadas un aumento diario de entre 40 y 60 casos, con una mortalidad significativa aunque los expertos traten de disimularla recalcando el porciento de pruebas realizadas, pacientes bajo vigilancia y, muy importante, el número de víctimas en el resto del mundo.
De cara al pico de contagios que se espera ocurra en la primera quincena de mayo y pese al triunfalismo habitual de la cúpula castrista, la confianza en la administración de Miguel Díaz-Canel decrece en proporción al incremento de las penurias y un calor pernicioso, enervante, que acelera el proceso de descomposición moral iniciado en 1959. El aislamiento de los municipios ha redoblado el sacrificio de la gente, que ahora se ve obligada a desplazarse varios kilómetros para comprar lo poco que hay y regresar al hogar a pie, bajo el ardiente sol y cargada de bultos, como si fuéramos alguna aldea del África subsahariana.
Cada medida anunciada supone nuevas complicaciones. Racionamiento, control, represión y vigilancia están a la orden del día porque para eso siempre hay dinero. En los hospitales la situación es caótica debido a las malas condiciones acumuladas por años, la indisciplina de los pacientes y la imposibilidad de manejar la crisis conforme cabría esperarse de un país que ha hecho tanta propaganda a costa de su sistema de salud.
Ningún gobierno está preparado para cuidar de sus ciudadanos en medio de una pandemia altamente contagiosa y para la cual todavía no se ha creado una vacuna. Cuba no es la excepción. Mientras la gente se prepara como puede para atrincherarse a medida que se acerca mayo con su saldo potencialmente elevado de positivos y fallecidos, muchos empiezan a preguntarse cómo saldrá el país adelante considerando el declive del sector del turismo, lógicamente condicionado por la estabilidad financiera de los países emisores, que aún no han iniciado la fase de recuperación económica.
El reinicio de la economía cubana ya es una preocupación tan real como el coronavirus. La dictadura no deja de culpar al bloqueo; está desesperada y muy a su pesar ha empezado a disponer la mesa para las negociaciones. Después de venderle al pueblo que José Daniel Ferrer era un delincuente ordinario sobre el que caería todo el peso de la ley, ha tenido que excarcelarlo, manteniendo ese repugnante y predecible modus operandi de usar la libertad parcial o total de los disidentes como moneda de cambio para que la Casa Blanca flexibilice las sanciones.
En lo que el diálogo prospera (o no) los cubanos siguen haciendo colas, acatando la distancia social hasta donde lo permite la desesperación por alcanzar la última caja de puré, o el último tubo de picadillo. No hay forma de que la policía pueda controlar esa ansiedad de no volver a casa con las manos vacías, y dada la situación actual, no hay razón para creer que la COVID-19 no causará grandes estragos en Cuba. Ya los hospitales están colapsando y los médicos, acorralados entre el peligro de infestarse y el compromiso con la Revolución, incurren en frecuentes negligencias al no atender debidamente a pacientes que presentan otras sintomatologías, contribuyendo así a aumentar la sensación de desamparo y temor en la población.
De un lado la pandemia y del otro el pandemonio socioeconómico que persiste en administrar el hambre de un país entero y hacer de una catástrofe mundial otro golpe de propaganda. Atenazada por la sequía, la parálisis productiva, la falta de liquidez y el envejecimiento poblacional, Cuba espera un milagro homeopático. Los voceros del castrismo no cejan en su obsesión con lo que ocurre en Estados Unidos y establecen comparaciones absurdas para intentar mitigar la percepción del desastre que se nos viene encima.
Díaz-Canel ha tenido dos miserables años de mandato y aun así se exalta en la televisión afirmando, en relación a las medidas adoptadas contra la COVID-19, que “todo esto solo se ha logrado porque somos nacidos en Revolución”. La insípida frase se estrella contra el anhelo de miles de cubanos que desearían estar en un país donde haya un mercado bien abastecido para esperar el fin del mundo. Un país donde la gente nazca y ya, sin importar dentro o fuera de qué.
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