LA HABANA, Cuba. – Yo caminaba por la calle Ayestarán buscando una charcutería para comprar un pedazo de jamón mientras mataban a un hombre en esa calle, dicen que para robarle una motocicleta eléctrica. Yo no pude llegar a la charcutería porque la calle Ayestarán estaba sitiada, llena de policías. Un hombre estaba muriendo, o quizá ya estaba muerto, decían los curiosos, y yo saqué del bolsillo mi celular para fijar todo lo que pudiera ver. Yo me acerqué al montón de curiosos con el celular en la mano y ya encendido, listo.
Yo saqué el celular y de entre el tumulto salió aquel policía que me ordenó guardar el celular si es que estaba interesado en conservarlo, y por supuesto que era amenazante su lenguaje. Yo protegí el celular, lo dejé caer en el bolsillo y miré al edificio que acoge a la Contraloría General de la República, pensando que podría ver, y tras los cristales, a Gladys Bejerano, la contralora, pero no vi su imagen tras los cristales del edificio y volví a mí casa sin el jamón, sin la imagen del hombre muerto, de otro muerto, de uno más.
Otro cubano moría, víctima de la violencia, mientras yo caminaba buscando un pedazo de jamón para la comida, para componer mi comida juntando las papas con algo de jamón y algo de especias, pero no lo conseguí. La charcutería está en ese territorio que la Policía custodiaba para resguardar esa zona a la que los agentes llaman “la escena del crimen”. Y volví a casa, con el celular resguardado en un bolsillo, sin imágenes recogidas y con una gran pesadumbre.
Y ya comiendo, sin el jamón, pensé otra vez en el hombre muerto, y hasta intenté especular sobre la cantidad de personas que comían a esa hora sin pensar en ese hombre que ya no volvería a sentarse a la mesa para comer en familia, sin pensar en la familia del muerto que ya debía estar enterada y no tendría ganas, ni tiempo, de sentarse a la mesa. Un hombre fue asesinado, y todo seguía igual, como si no pasara nada, y nada se dijo en el Noticiero de la Televisión.
Y a esta hora, mientras escribo, y cuando ya algunos diarios deben tener en la imprenta la edición de mañana, el hombre muerto podría estar en la morgue a merced de los médicos legales que harán el informe forense, ese que sin dudas deberá ser fiscalizado en todos sus detalles por las autoridades de Salud Pública y una tropa de criminalistas del Ministerio del Interior. Lo demás será una nebulosa, un universo de especulaciones donde cada cual sacará sus propias conclusiones.
En la funeraria no faltarán las coronas y los familiares tendrán una atención extremadamente particularizada, y sobre todo no escasearán las promesas de hacer justicia, y no dudo que cumplan esa última promesa. El asesino irá a la cárcel y tendrá el trato que merece, si es que ese asesino no es un agente de la Seguridad del Estado, si el muerto no es un desafecto, si no es un opositor.
Lo terrible es que no vamos a enterarnos de nada por los medios oficiales. Lo grave es que no existan estadísticas que muestren los muchos homicidios que se juntan, uno tras otro, en brevísimos espacios de tiempo, y de los que nos enteramos, solamente, gracias a las redes sociales y al empeño de muchos internautas en decir las verdades que el discurso oficial y sus medios de difusión prohíben hacerlos públicos.
Los muertos en Estados Unidos consiguen primeras planas en Granma, Juventud Rebelde y la televisión nacional, mientras los ya demasiados asesinatos que ocurren en la Isla solo se reconocen en las redes sociales gracias a la voluntad de algunos cibernautas. En Cuba se le ha perdido el respeto a la muerte, y quizá eso tenga que ver con esa sensación de estar muertos en vida.
Hace unos días vi cómo entraban a un carnero la casa que está en los bajos de la mía. Desde mi casa vi como le amarraban el hocico y escuché el contenido berreo del animal, y luego, al rato, vendría el degüello, el apagamiento, aún en desespero, el silencio de la muerte, pero a nadie le importó. Para la mayoría los berridos eran la antesala de una copiosa cena. La angustia del animal era la antesala de la comida generosa.
¿Qué somos? ¿En qué nos han convertido? ¿Cuándo perdimos el respeto a la muerte? ¿Cuándo al miedo? ¿De cuántas muertes nos enteramos en los últimos meses? ¿Será que ya perdimos el instinto de conservación? ¿Dejamos de creer en la naturaleza o en Dios, como las autoridades dejaron de creer en la vida de los otros? ¿Perdimos el control de nuestros comportamientos? ¿Será nuestro futuro el de las bestias? Es muy triste que la muerte se haya convertido en una alternativa. ¿A dónde vamos a parar?
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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