LA HABANA, Cuba. – La imagen que se ha vuelto viral en las redes sociales de un policía cubano con un pulóver de Superman pudiera ser un termómetro del punto crítico en que está la sociedad cubana mientras se cumple el 60 aniversario de “algo” que hace ya algún tiempo pocos se atreven a definir.
No es la primera, con policías cubanos, que describe una especie de licuefacción de aquel monolito tan pregonado en su fortaleza y resistencia que a algunos nos ha movido a pensar en ese refrán de “dime de qué alardeas y te diré de qué careces”.
Existen hasta retos en las redes sociales para ver quién sube la imagen más divertida de eso que, de cuerpo represivo, ha pasado a integrar el botín de los choteadores criollos a quienes sobran los chistes sobre policías como ayer abundaran sobre gallegos, pinareños, Pepes y Manolos.
Las redes están repletas de esos “poli-shows” cubanos, ya sea de estos protagonizando broncas con bicitaxistas rebeldes, decomisando una carretilla a un pobre vendedor callejero, intentando organizar un tumulto para subir a la guagua, sofocando una protesta de la oposición o impidiendo un acto de libre expresión ciudadana, episodios que han ayudado a que la imagen del cuerpo policial cubano cada vez sea más negativa. Y, como es usual en Cuba, la respuesta popular ha sido la burla.
Pero esas fotografías solo indican, a nivel de chiste, la profundidad de una grieta social y política donde cabe mucho más que agentes policiales. A ellas, ya risibles o condenables, pudieran sumarse cientos de miles más que bastarían, cada una por sí sola, para marcar las incongruencias entre la realidad que viven los cubanos de a pie y un discurso oficialista injustificadamente celebratorio, en tanto el año 2018 ha culminado con una economía que solo “ha crecido” en números rojos, a un ritmo igual de alarmante que el descontento popular.
Hay hoteles pero no hay pan. Aumenta el turismo pero no los salarios. Engordan las barrigas de los dirigentes mientras enflaquecen por la desesperanza, más que por el hambre, quienes esperan algo más sólido, tangible y provechoso que el cambio de una vieja Constitución que no les sirvió para mucho por otra nueva que, posiblemente, no les sirva para nada. Bueno, en dependencia de la calidad del papel en que se imprima, en especial de su poca o mucha aspereza.
Así, la vida de gran parte de los cubanos de a pie se ha reducido en los últimos sesenta años a planear la escapada definitiva o temporal, una moraleja derivada de lo que es un hecho indiscutible: en 60 años el logro mayor, más estable y en crecimiento constante de la revolución quizás radique en el empuje económico que los propios exiliados le han dado con sus remesas, algo que combina muy bien con esa fe que hoy tiene el gobierno comunista en calzar la frágil estructura con inversiones capitalistas. ¿Quién lo iba a decir?
Sesenta años de paradojas que han derivado en la nula confianza en que el mismo gobierno pueda solucionar aquello que descompuso. Una persistencia en el fracaso que ha obligado a casi todos, incluso dentro del propio poder o a su sombra, a pensar una vida fuera de Cuba para poder soportar un país cada vez más insoportable. De ahí que las familias en el poder sean como clase social, en proporción, tal vez las que más integrantes “aporten” a la migración o a los matrimonios de conveniencia con extranjeros. Los ejemplos sobran y no pienso, lectores, hacerles perder el tiempo enumerándolos.
Entre el “corralito migratorio”, provocado por el cese de los trámites consulares en la embajada americana, la agudización de la escasez, la indiferencia política de las nuevas generaciones y las diversas decepciones ideológicas que sufren las anteriores, a la olla de presión le han ido restando válvulas de escape y todo parece indicar que “la cosa” se vendrá abajo quizás no por estallidos de protesta al estilo de una tardía o postergada “Primavera cubana” sino que la estructura cederá por su propio peso.
Las señales del aumento de las fracturas al interior del “oficialismo” están a la vista y no exclusivamente en las fotos sobre las que les hablaba al principio, al punto de que ya no es posible ni preciso referirse al tema (oficialismo) como una entidad sino como una masa en estado crítico que en cualquier momento nos estalla en la cara dejándonos perplejos a todos, pero más a quienes se han creído el mito de la prosperidad y la estabilidad de un sistema que hoy vuelve a demostrar que nunca ha sabido saltar del discurso a los hechos.
El entusiasmo por el reformismo raulista ha quedado sepultado donde mismo hoy yace el cadáver del aperturismo de Obama y, para quienes divisaron una luz al final del túnel, hoy solo queda lanzarse al abismo o guardar un minuto de silencio por el fin, es decir, un segundo por cada año en que hemos esperado, en vano, un cambio verdadero.