LA HABANA, Cuba.- Siempre me ha resultado inquietante el hecho de que cuando nos asiste el desamparo y la miseria nos ponemos a evocar los mejores días, esos en los que vivíamos felices y alejados de la orfandad y la desdicha. Me parece triste buscar la salvación haciendo uso del pasado y la memoria. Es horrible tener que despertar a los recuerdos para conseguir con ellos alguna salvación, pero a Teresa no le quedó otro remedio, ella intentó salvarse durante algún tiempo con esas comparaciones, con los mejores recuerdos.
Teresa ya cumplió los ochenta y seis años, y no se conforma con esos bienestares del pasado que no consiguen poner en la mesa el alimento. Ni siquiera los mejores instantes que vivió junto a Roberto, su marido, le sirven ahora de consuelo, y llora, y me confiesa que le pide a Dios que no le permita cumplir un año más. Lo que más desea es irse con Roberto, pero ya no le quedan fuerzas para ir hasta su tumba. Cuando lo consigue, se hinca de rodillas en el suelo y le ruega que la ayude a hacer el viaje. “Antes yo era muy católica, hasta que Él dejó de atender mis ruegos”, así dice.
Tiene la certeza de que Dios no estuvo con ella durante aquellas mañanas en las que salió de su casa en busca de un asilo donde pudiera terminar sus días. En cada uno le dijeron lo mismo; “no tenemos capacidades, son muchos los que vienen para quedarse”. El delegado del Poder Popular, a quien conoce desde que era un niño, le prometió interceder a su favor, pero nunca más tocó a su puerta; entonces no le quedó otro remedio y dejó que aquel matrimonio, que le fuera recomendado por una vecina, entrara en su casa después de prometerle que se ocuparían de ella.
Durante las primeras semanas todo estuvo “a pedir de boca”. La muchacha se levantaba temprano para hacer la limpieza de la casa y preparar el almuerzo para las dos, mientras su marido se iba a la calle a trabajar, según le dijeron, en un hotel en el Vedado. Durante las primeras semanas, meses incluso, Teresa pareció más reconfortada; hacía dos comidas al día, y dos meriendas, y hasta tomaba yogurt o leche antes de acostarse. Los regalos no faltaron; primero renovaron su ropa interior con ajustadores y blúmeres nuevos, un par de zapatos cómodos y alguna que otra blusa; un domingo alquilaron un auto y la llevaron al cementerio, y ella le contó a Roberto de su suerte.
Teresa, guiada por la vecina que recomendó al matrimonio, decidió que si las cosas seguían como hasta ese instante haría un testamento a favor de los jóvenes, pero no lo hizo porque Roberto, que así dijo llamarse el hombre, tuvo un accidente en el Hotel donde trabajaba y se fracturó la tibia de su pierna izquierda y la esposa tuvo que trabajar, según le dijeron, en una casa en la que rentaban a extranjeros y dónde ganaría un buen dinero. “No se preocupe mi vieja que no pasaremos hambre”, aseguraron ambos.
Las cosas no fueron como antes; la casa comenzó a estar sucia porque Jacqueline llegaba cansada de tanto trabajar y no tenía tiempo para la limpieza. Las comidas hechas en casa fueran sustituidas por “cajitas” que compraban en un negocio cercano y que casi siempre era lo mismo: “congrí, una fracción de pollo y algo de ensalada”, pero de todas formas comía y estaba acompañada, no protestó. Lo malo fue el día que la policía tocó a la puerta buscando a Yesenia que era el verdadero nombre de Jacqueline.
Teresa no quiere recordar ese día en el que un oficial uniformado entró irrespetuoso a su casa y después de un exhaustivo registro se llevaron a Yesenia esposada; luego se enteraría de que la mujer a quien había acogido en su casa era jinetera y ladrona, como su marido, que no se llamaba Roberto como su marido, si no Yerandi. Yesenia emborrachó y drogó a un alemán con el que salió, después de que notara el enorme fajo de billetes que había sacado en el cajero de un hotel. Todavía recuerda la mirada que le dedicó el oficial, como si ella también fuera culpable de aquella fechoría.
Ella no era una delincuente, era sencillamente una “vieja desamparada”, eso quiso decirle pero tuvo miedo. Según supo luego las cosas se enredaron mucho para sus inquilinos y ambos fueron a la cárcel, y Teresa volvió a estar sola, y se resignó a esperar la muerte en su casa y juntarse con el amor de su vida en aquella bóveda que supone más deteriorada, y a la que ha decidido no volver hasta el día que le toque entrar definitivamente en ella para dormir el sueño eterno al lado de Roberto.
Esta es solo una de las tantas historias terribles que viven los ancianos en Cuba, el país más envejecido del continente. En esta ciudad, en toda la isla, son muchos los que deambulan por las calles buscando algún sustento, aunque el gobierno se jacte asegurando que propicia una vejez protegida, y aunque el partido redacte lineamientos para conseguirlo, advirtiendo incluso que a partir del año que transcurre se producirá una disminución del “segmento laboralmente activo”, mientras aumentará el “económicamente dependiente”, o lo que es lo mismo, el número de ancianos crecerá, y, lo que no dicen, también la desprotección y la miseria.
Ya se cuenta, como si fuera una gracia, que necesitamos hoy más geriatras que pediatras, cuando lo que realmente deberían pensar es en dar una vida más digna a esos ancianos para que no precisen de las atenciones del geriatra. Los ancianos necesitan que crezca el número de instituciones dedicadas a su cuidado, que aumenten sus pensiones y mejoren sus canastas básicas, en lugar de esa payasada que se ha dado en llamar “Universidad del adulto mayor”, y que solo sirve al discurso oficial para jactarse en Naciones Unidas asegurando que la ancianidad en Cuba es un deleite, una fiesta.
Nuestros ancianos precisan que el gobierno favorezca el acceso a una alimentación decorosa, a una vivienda digna, a una atención sanitaria apropiada. Nuestros “viejos” no son como las langostas que viven cientos de años sin precisar de atenciones; deberían soñar en serio con pasar una semana en ese Hotel Packard que acaba de inaugurar el nuevo presidente frente al malecón habanero y acabar con la vida de una langosta usando “todos sus dientes”. Nuestros “viejos”, tan preteridos, a pesar de que conocemos al dedillo lo que es la gerontocracia, debían realizar el sueño de usar elegantes guayaberas como Machado Ventura; y tampoco estaría mal que nuestras ancianas puedan cuidarse el cabello como Dalia Soto del Valle, la viuda de Fidel Castro, en lugar de comparar su miseria con la bonanza de otros días. Nuestros viejos no deberían dejar entrar a extraños en sus casas para poder sobrevivir, ni correr el riesgo de morir de frío en un hospital.