LA HABANA, Cuba. – Uno de los más eficaces pilares que ha ayudado a cimentar la leyenda de la “buena dictadura” cubana ha sido la labor de no pocos corresponsales de prensa extranjera acreditados en La Habana.
No es algo nuevo; desde el flechazo experimentado por el periodista Herbert Matthews hacia Fidel Castro en 1957, cuando entrevistó al guerrillero en la Sierra Maestra, muchos reporteros han sucumbido a la mitología (y mitomanía, habría que agregar) de la revolución castrista.
Quizás deslumbrados por el color y el calor del trópico, por el alegre desenfado de los cubanos, la belleza de las playas, el refrescante sabor de los mojitos y la comodidad de lo que, más que trabajo de corresponsalía, resulta ser un estado de perennes vacaciones pagadas, lo cierto es que la mayoría de estos reporteros foráneos se muestran más interesados en no disgustar al poder dictatorial cubano que en honrar el compromiso profesional de narrar objetivamente la realidad de lo que acontece en la Isla.
No sorprende, entonces, que varios medios de prensa entre los más conocidos y prestigiosos a nivel internacional se hagan eco de los supuestos avances tecnológicos y científicos que se producen en Cuba gracias al alto nivel alcanzado por los especialistas cubanos a la sombra de la “revolución”; ni que se extiendan en loas sobre la imaginaria seguridad social y calidad de la atención sanitaria que disfrutamos los nativos de esta Isla, y hasta se desgarren las vestiduras contra el villano de siempre: el gobierno estadounidense, con su arma más mortífera, el “bloqueo”, que ha impedido que alcancemos cotas más elevadas en todos los órdenes y ocupemos el lugar que nos correspondería en el panorama mundial.
La más reciente entrega de este tipo de periodismo de las medias verdades ―tanto más dañinas porque seleccionan un fragmento de la realidad pero muestran solo una de sus caras―, es una columna de la autoría de Mauricio Vicent, publicada en el diario español El País, con fecha 31 de mayo, cuyo solo título (“Cuba y Estados Unidos vuelven a los tiempos de la confrontación”) constituye un inexplicable desliz de tan experimentado escribidor, habida cuenta que el enfrentamiento entre las autoridades cubanas y el gobierno estadounidense no solo ha sido una constante con breves y escasos intervalos de tregua durante los últimos 62 años, sino que constituye la columna vertebral de la política exterior de la dictadura castrista y sus herederos de la continuidad.
Hasta tal punto es de capital importancia para el Palacio de la Revolución mantener encendida la brasa de la confrontación y del “enemigo imperialista” que sin ella no es posible concebir la supervivencia misma de la dictadura, tal como quedó definitivamente demostrado durante el período del deshielo impulsado por la Administración Obama, cuando las autoridades cubanas retrocedieron apresuradamente ante el peligroso efecto de la apertura y la distensión ofrecidas por el poderoso vecino del norte.
La avalancha de medidas unilaterales por parte de Obama, que flexibilizaban el embargo con la intención de favorecer al naciente sector de emprendedores y a la sociedad cubana en su conjunto, fue capitalizada por La Habana para afianzarse en el poder sin llegar a dar pasos verdaderos hacia las libertades y derechos de los cubanos. Esta es una realidad que Vicent, un reportero con más de 20 años viviendo en Cuba, debería conocer al dedillo. Sin embargo, su texto no solo resulta sesgado sino que elige atacar abiertamente al nuevo presidente estadounidense, Joe Biden, y tomar partido por el régimen cubano.
¿De qué acusa Vicent a Biden? En primer lugar, de haber permanecido hasta ahora cinco meses al frente del gobierno de EE. UU. y no haber levantado “ni una sola de las 240 medidas para recrudecer el embargo adoptadas por Trump”, como si el asunto cubano tuviera que ser una prioridad para algún presidente extranjero, muy en particular para el estadounidense y la parte cubana no tuviera que mover ninguna ficha internamente para tratar de mejorar la situación en nuestro propio país.
Pero el morral de pecados de Biden es más abultado que eso. Al columnista de El País parecen irritarle tanto “los reproches de Washington” por la situación de los derechos humanos en la Isla como el hecho de que la actual Administración estadounidense haya mantenido a Cuba en la lista negra de los gobiernos que patrocinan el terrorismo o que no hacen lo suficiente en la lucha contra ese flagelo.
Para apuntalar la posición de la parte cubana, Vicent cita las encendidas reacciones de la Cancillería de la Isla con su arsenal de frases y adjetivos farragosos, con los que parece coincidir acríticamente, para concluir por su parte que “día a día se vuelve a la retórica enconada de la era Trump, y de la normalización de Obama ya ni se habla…”.
Para no escatimar en citas, Vicent también echa mano del académico estadounidense William Leogrande, quien recuerda el apoyo de Joe Biden a la política aperturista de Obama hacia Cuba cuando era su vicepresidente, así como su promesa de campaña acerca de reanudar el diálogo entre ambos gobiernos, cuyo estancamiento atribuye Leogrande a un debate no resuelto que se estaría produciendo entre las fuerzas que están a favor de la política de acercamiento y las que prefieren mantener las presiones sobre la dictadura cubana.
Hasta ahí podría decirse que la postura de Vicent es lícita: cada quien con sus propias simpatías políticas. Solo que como periodista cabría esperar mayor objetividad de su parte. Porque si bien su texto le da voz y espacio a las autoridades cubanas y estadounidenses ―obviamente a favor de las primeras― a la vez evade convenientemente incluir los reclamos de los artistas y activistas disidentes, que sí menciona en su columna.
Así, cuando habla del traslado forzoso de Luis Manuel Otero Alcántara al hospital en el que pasó “casi cuatro semanas ingresado y aislado”, Vicent omite denunciar que se trató en realidad de un secuestro y que ese aislamiento incluyó la incomunicación del artista, impedido de contactar a sus amigos y compañeros del Movimiento San Isidro, despojado de su teléfono y posiblemente sometido a prácticas médicas (u otras) no autorizadas por el propio Otero. También Vicent elude la mención de los arrestos ilegales, las reclusiones domiciliarias, el acoso policial a activistas y disidentes así como todos los hechos violentos relacionados con la huelga de hambre y con el posterior secuestro de Otero.
Pródigo en epítetos cuando de condenar al gobierno de EE. UU. se trata, parece sufrir un súbito empobrecimiento del lenguaje cuando se refiere a las flagrantes violaciones de los derechos humanos en la Isla, como si la existencia del tan socorrido “bloqueo estadounidense” ―que sin dudas afecta a todos― justificara la represión policial y la ausencia de derechos de los cubanos.
Huelga decir que tampoco este periodista hace mención crítica ―no recuerdo que la haya hecho alguna vez― del bloqueo interno de la dictadura hacia los nacionales, de la discriminación implantada desde el poder entre los cubanos que tienen acceso a la divisa y los que no, de las nuevas disposiciones que obligan a los viajeros cubanos a pagar en dólares su estancia en centros de aislamiento y su transporte a sus lugares de residencia cuando regresan de algún viaje al extranjero, entre otras incontables perversiones que nada tienen que ver con el embargo.
Pero la ofensa mayor es que este corresponsal, cual caja de resonancia del discurso oficial, nos atribuye a los cubanos una minusvalía política, como si fuéramos un rebaño incapaz de reclamar derechos por nuestra cuenta. Quizás por esa mentalidad colonial que permea a no pocos hijos de la antigua metrópoli instalados cómodamente en Cuba, por ese rencor congénito hacia EE. UU. o simplemente porque los jerarcas del régimen tienen en sus manos (también) el poder de permitirle su permanencia o no en la Isla, este corresponsal extranjero se suma al supuesto de que todos los que plantamos cara al poder dictatorial respondemos a una agenda que nos impone Washington.
Los cubanos comunes y los disidentes, los que en verdad sufrimos tanto las presiones del embargo como la represión y las vueltas de rosca de la dictadura, ni siquiera figuramos como sujetos políticos en el imaginario de Vicent. Reducidos a simple referencia incómoda no nos reconoce ni la capacidad ni el derecho. Su propuesta reduccionista, que solo concibe a la Administración Biden y a la dictadura cubana como interlocutores en la solución de la crisis de Cuba, remeda la misma postura que enfrentaron los cubanos al final de la guerra, en 1898, cuando fueron excluídos de los acuerdos entre la derrotada España y el vencedor EE. UU.
Concluye Vicent que el “bloqueo” y la política estadounidense demuestran que Cuba y los cubanos no le interesamos a EE. UU., y puede que esto sea cierto. Solo que en este punto le faltó decir que tampoco le importamos a él ―en definitiva, un extranjero cuya estadía entre nosotros depende de las bondades del régimen―, ni (lo que es peor) a la élite que detenta el poder dictatorial en la Isla desde hace más de seis décadas.
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