LA HABANA, Cuba. – Que a las economías en el mundo les ha ido mal a causa de la pandemia es una realidad sin excepciones. Unos países han podido o han sabido manejar la crisis de manera exitosa, mientras otros, como aquellos que dependen en buena medida del turismo, se las han visto bien mal.
El caso cubano está entre los peores en ese y otros muchos aspectos. Dejemos a un lado la propaganda oficialista sobre las vacunas y el control de los contagios. Sabemos lo que ha costado a los cubanos y cubanas tales alardes. No solo en dinero, escaso y con poco valor real después de la “reforma”, sino en meses y meses de encierros, en pérdida de los derechos más elementales como seres humanos, en vivir como animales persiguiendo el alimento, haciendo malabares para comprar una mascarilla o un desinfectante en el mercado negro porque el gobierno no los distribuye, se los apropia en su totalidad para su uso exclusivo.
Los indicadores del sector turístico del año 2020 y del primer trimestre de 2021 son terroríficos y no hay señales en el horizonte de que se haya tocado fondo en la caída.
No solo el coronavirus paralizó la industria del ocio en la Isla —que, junto a la comercialización de servicios médicos y las remesas, fue hasta el 2019 la principal y “más segura” fuente de ingresos del régimen— sino que llegó para reforzar un desastre que estaba aquí desde antes, como consecuencia de una perversa estrategia gubernamental de estrangulamiento del “sector privado” que, a raíz del proceso de normalización de las relaciones diplomáticas con los Estados Unidos, se proyectaba a corto plazo como el elemento más importante de la economía, dejando a la saga al sector estatal, colocándolo en el lugar que le correspondería en una democracia.
El temor a que el crecimiento económico se tradujera en protagonismo político-ideológico desató la cacería de brujas. La acumulación de capital, el ser beneficiarios directos de ayudas provenientes del exterior (en especial de los Estados Unidos), el fortalecimiento de una economía paralela que drenaba capital fuera de Cuba como consecuencia de leyes y decretos que impiden a los cubanos participar en la economía nacional de igual a igual con los inversionistas extranjeros, el éxodo de fuerza de trabajo en la “empresa estatal socialista” y el inicio espontáneo de un “peligroso” proceso de organización gremial de los emprendedores “independientes”, fueron elementos reconocidos como una amenaza a la seguridad nacional por parte del Partido Comunista, negado a ceder un mínimo de su poder absoluto.
Casi al mismo tiempo que el Air Force One aterrizaba en La Habana, comenzaron con el asedio a los transportistas privados, buscando monopolizar en las empresas estatales los servicios de taxi y renta de autos para el turismo, precisamente cuando, como efecto del deshielo, se pronosticaba un crecimiento significativo en el arribo de visitantes.
Emitieron algunos decretos (que meses más tarde se consolidaron en leyes) prohibiendo el acceso de los taxistas privados a los aeropuertos y las operaciones en las cercanías de los hoteles; al mismo tiempo elevaron los requerimientos técnicos para otorgar licencias y repartieron multas a diestra y siniestra. Para rematar, disfrazaron de “cooperativas” a decenas de bases estatales y pusieron militares a dirigirlas como si fuesen “emprendedores” civiles, todo con el fin de acaparar los beneficios de las flexibilizaciones y licencias en el intercambio comercial con los Estados Unidos.
A la guerra tramposa contra los choferes independientes sucedió casi de inmediato la ofensiva contra los arrendadores privados. Una buena parte de quienes levantaron sus negocios con esfuerzo propio (es decir, sin gozar de los privilegios de ser familia o amistad de un “dirigente” o militar de alto rango) se rindieron o pactaron bajo los ataques despiadados de los inspectores.
Los sobrevivientes, obligados a diseñar miles de estratagemas para esquivar las multas, los retiros de licencias y hasta los decomisos de bienes, pudieran dar cuenta de cuán costoso y amargo les resultó el mantenerse a flote. Las cosas marcharon “más o menos” hasta ahora, en que todo se ha venido abajo y se han visto obligados a vender apurados para recuperar el capital invertido o para marcharse del país de manera definitiva.
Probablemente algunos de nosotros en Cuba ha sabido, incluso, de arrendadores que, bajo pena de retirárseles las licencias, en su momento fueron presionados a convertirse en colaboradores de la policía política, a la cual debieron rendir cuentas sobre determinados huéspedes “de interés” y los movimientos de estos. Les abrirían las puertas a los “americanos” pero no les perderían ni pies ni pisada.
También sabemos o al menos sospechamos de cuáles casas, fincas, hostales y mansiones fingen en Airbnb ser “negocios privados”, “emprendimientos familiares”, cuando en realidad son de esos centenares de “casas de protocolo”, en todo el país, que el propio gobierno transformó en “casas de renta” cuando algunos predijeron esa oleada de turistas estadounidenses que jamás llegó, y que posiblemente jamás llegará.
El objetivo era el mismo que con los taxistas privados, es decir, dejarlos fuera del negocio y, sin duda alguna, impedirles prosperar económicamente, porque esa sería la primera zancada para que un tipo de independencia —en este caso financiera— terminara transformándose, poco a poco, en otras independencias mucho más cercanas al concepto de “libertad plena”, la cual, por su “peligrosidad”, le está negada rotundamente al cubano de a pie.
La pandemia llegó casual y justamente en ese momento crítico de la ofensiva del Partido Comunista contra un emprendimiento individual donde más del 80 por ciento de los negocios dependen de los servicios al turismo.
Estalló la debacle sanitaria precisamente cuando el régimen, bajo la perpetua justificación del embargo, se preparaba para asestar el golpe final a esos “cuentapropistas” que más le estorbaban, dejando apenas la cantidad necesaria para no hacer evidente —en estos tiempos en que la imagen lo es todo— que se trataba en realidad de recuperar el territorio perdido, de sustituir lo verdaderamente individual (aunque no fuera del todo “privado”) por eso otro que finge serlo.
Un modo de arrebatar para sí, torpemente, ese “empoderamiento” del cual el gobierno estadounidense excluye a militares y sus familias. Porque, en buena lid, el deshielo no resultó como algunos quisieron por allá arriba, pero tampoco como muchos anhelaron por aquí abajo.
Cuando la pandemia llegó con sus precariedades y miserias, hacía meses que los mercados y gasolineras de la Isla andaban totalmente desabastecidos, mientras que la dolarización del comercio venía en camino a toda carrera.
Lo habrían hecho así de drástico con virus o sin él. Hasta pudiera decirse que este llegó en el momento que “políticamente” más lo necesitaban para justificar cierres, prohibiciones, racionamientos, militarizaciones, multas, sanciones, toques de queda, desalojos y decomisos, incompetencias y burradas pero sobre todo, una “reforma” económica que no hay otra palabra para calificarla que no sea “criminal”.
No tengo noticias de ningún otro país cuyo gobierno, en el contexto de la pandemia, haya puesto en práctica una estrategia económica que agravara aún más la situación, sumando a los problemas de pérdida del empleo y a los efectos psicológicos y físicos de los largos confinamientos, la reducción y desaparición de los ingresos y de los ahorros personales, la eliminación de ayudas, el alza abusiva de los precios, la angustia de no encontrar alimentos para llevar a la mesa familiar, la escasa utilidad de la moneda nacional, de los salarios y la obligatoriedad de rapiñar un dólar a como dé lugar para acceder a la tienda.
Así, la situación que hoy atraviesan los “cuentapropistas”, a más de un año de cierre y paralizaciones (y a mucho más de un quinquenio de ofensivas contra el emprendimiento privado), es mucho más dramática que la descrita en los informes del régimen sobre las pérdidas económicas del turismo entre 2020 y lo que va de 2021.
Los números publicados apenas traducen los perjuicios en el sector estatal, las afectaciones a las arcas del régimen y de los empresarios extranjeros, pero invisibilizan, esconden, no dan cuenta, pretenden ignorar —con total mala intención— lo que ocurre fuera de los predios de la “empresa estatal socialista”. Es esa zona oscura, marginal, está ocurriendo lo peor de la crisis, y es el preámbulo de un éxodo masivo, muy similar al del pasado “Período Especial”.
Intuimos, por la observación de nuestro entorno y las redes sociales, que muchos privados han optado por vender los negocios en los que tanto dinero y tiempo invirtieron. No son uno ni dos, son cientos de ellos (más la oleada de desempleo que genera) abandonando al unísono, definitivamente, porque han perdido toda esperanza de un retorno a la “normalidad”, ni siquiera cuando la pandemia sea un recuerdo.
Porque se han golpeado la cabeza con una verdad que no quisieron ver: la situación que atraviesan no es consecuencia de algo “circunstancial”, “pasajero”, como el virus sino del constante desamparo que padecen en un contexto donde ser “independiente” nunca será bien visto.
En Cuba, ser “independiente” es igual a ser “enemigo”, real o potencial. Y, aun cuando dice reconocer la “propiedad privada”, ya sabemos la violencia que promueve y respalda la nueva Constitución al respecto de los “enemigos”. Una “ley de leyes” tan “oportunamente” contradictoria.
No se habla en ningún “informe oficial”, con cifras y detalles, con historias de vida, de arrendadores, transportistas, artesanos, meseros, cocineros, barmans, disc jockeys, artistas, animadores, agricultores, torcedores de tabaco, entre otros. Ni de “jineteros” y “jineteras”, también trabajadores independientes a los que la pandemia ha colocado definitivamente en la única encrucijada de cualquier cubano de a pie: darse por vencido o marcharse.
Aunque relegados, perseguidos, usados, maltratados y a ratos criminalizados, son los “cuentapropistas” y “emprendedores privados” ese grupo social que en Cuba, por sus ingresos económicos y actitudes, no pudiera considerarse como integrado por hombres y mujeres de “a pie”.
De un modo o de otro han desempeñado un papel importante en el apoyo interno y externo al régimen, en tanto su prosperidad económica ha dependido en gran medida no solo del turismo sino, además, de mantener y preservar el status quo, pero la pandemia les ha movido el piso e incluso a muchos de ellos los ha colocado en la perspectiva idónea para comprender que, para el Partido Comunista, son tan ciudadanos de segunda como cualquier otro cubano, viva dentro o fuera del país.
Cuando la pandemia comience a menguar o termine, cuando la llamada “locomotora” de la economía eche a andar otra vez, tendremos un escenario muy diferente al anterior a 2019 donde los obstáculos al emprendimiento individual, en especial los relacionados con el turismo, serán mucho más difíciles de salvar, porque todo ha sido diseñado para no dejar escapar un centavo, para favorecer al sector estatal y a las grandes empresas extranjeras. A la competencia “independiente”, a esos “herejes” sin “padrinos” ni “bautismo”, solo les dejarán la alternativa de cerrar o marcharse.
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