LA HABANA, Cuba.- La nueva ola migratoria que, procedente de Centroamérica, ha desembocado por estos días en acciones violentas en la frontera sur mexicana, donde los migrantes forzaron el cerco de las autoridades e invadieron por la fuerza el territorio de ese país, está acaparando la atención de los medios y amenaza con convertirse en el nuevo punto de crisis de las ya complejas relaciones entre EE UU y sus vecinos del sur.
Este lunes, 22 de octubre, el Presidente estadounidense ha considerado el avance de la caravana migratoria como una “emergencia nacional” y ha advertido sobre el posible uso de fuerzas del ejército, de ser necesario, para impedir el paso de los migrantes ilegales al territorio de EE UU.
Simultáneamente, como respuesta a la pasividad de los gobiernos de la región que no han detenido la circulación de los migrantes, el Ejecutivo también ha anunciado en su cuenta de Twitter un recorte o una sustancial reducción de la ayuda que Washington destina a Honduras, El Salvador y Guatemala.
Por su parte, las redes sociales son por estos días un hervidero de debates, en la mayoría de los cuales priman los criterios movidos desde las emociones. Nadie parece quedar indiferente ante las imágenes de hombres, mujeres y niños pequeños atravesando enormes distancias, arrastrados a la incierta aventura de una travesía cargada de riesgos y privaciones que resulta una dura experiencia incluso para cualquier adulto joven. El temor reflejado en los rostros inocentes, víctimas indefensas tanto de la miseria de sus vidas en sus países de origen, como de las manipulaciones de políticos inescrupulosos y de la irresponsabilidad de sus padres, resulta verdaderamente conmovedor.
Entretanto, y a falta de explicaciones coherentes o de informaciones suficientemente verificadas, han menudeado las especulaciones en torno al origen de esta nueva avalancha migratoria -organizada y aparentemente liderada por ciertos personajes de la política regional-, que cual terco rebaño sigue su marcha hacia un destino donde de antemano saben les va a cerrar las puertas. Realmente cuesta creer que tantas personas hayan sucumbido de manera espontánea a lo que, a todas luces, y más allá de las privaciones reales que aquejan a millones de pobres en Latinoamérica, se revela como una maniobra política.
Como suele ocurrir detrás de cada drama humano, las pasiones se polarizan entre los que piden se deje continuar la marcha de la caravana y se les ofrezca la entrada a EE UU, por cuestiones humanitarias, y los que se oponen verticalmente a la avalancha. Los primeros invocan el derecho humano a emigrar y a encontrar mejores condiciones de vida y apelan a la experiencia propia como argumento (“nosotros también fuimos migrantes, EE UU es un país construido por migrantes”, etc.); mientras los segundos apuntan los peligros de una migración descontrolada, la sobrecarga que suponen los migrantes en tanto beneficiarios de prestaciones que, a la larga, afectan al contribuyente, etc. Y por supuesto, no faltan los gritos de los xenófobos y racistas prestos a poner su nota venenosa en el asunto.
Lo peor del caso, sin embargo, es que con independencia de las razones que todos creen tener no existe la menor posibilidad de salir airosos de esta crisis. Es decir, no hay una manera políticamente correcta de solucionar semejante problema. Porque permitir el paso de esta oleada migratoria no solo crea una sucesión de crisis en las economías de los países de acogida -donde ya sin recibir migrantes hay desempleo, pobreza y numerosos males sociales para sus nacionales- sino que crea tensiones políticas en las relaciones entre estos países y de todos ellos con EE UU.
Por otra parte, si EE UU aceptara semejante situación y diera entrada a esta (otra) caravana, estaría sentando un pésimo precedente por cuanto abriría la posibilidad de que se sigan produciendo sucesivas invasiones similares hasta convertirse en un torrente indetenible.
Ni siquiera una economía tan poderosa como la estadounidense podría soportar semejante presión ni salir ilesa de tamaña carga. Esto, sin contar que abriría la puerta a la violencia racial al interior del país, en una espiral de odio de la que nadie -ni nacionales ni inmigrantes- saldría como ganador, sino todo lo contrario.
La experiencia europea con los migrantes procedentes de Siria y otras naciones envueltas en conflictos violentos, que han enrarecido el ambiente político y social en ese pequeño continente, es una pauta que muestra las consecuencias que puede tener tanto para las economías como para las políticas de los países receptores un flujo migratorio incontrolado y constante que ha acabado convirtiendo las fronteras en zonas de tensiones. A la vez, han sido causas de confrontaciones sociales, de tensiones en las relaciones entre países, y entre gobernados y gobiernos.
Hasta el momento, la crisis surgida al calor de esta avalancha migratoria hacia Europa no muestra signos de terminar, sino que continúa atizando odios y rechazos en abierta confrontación con las posiciones más permisivas y tolerantes.
Y es que tampoco se puede negar el impacto que produce el choque de culturas cuando sucede masivamente y a gran escala geográfica. Porque, si bien estamos en una era donde todo el mundo habla de “globalización” -sobre las bases de solidaridad humana, tolerancia, respeto a las diferencias, etc.- lo cierto es que no hay una receta ideal que minimice los efectos adversos de lo que ya parece más un fenómeno de estampidas continuadas e infinitas, que un proceso natural y paulatino de migraciones donde se produce la inserción cultural y el enriquecimiento mutuo entre los que emigran y la sociedad que los acoge.
Sin ánimo de poner la balanza a uno u otro lado, hay que entender que el derecho humano a emigrar no puede ignorar el derecho de las naciones receptoras a establecer las reglas del juego, a elegir qué migrantes y qué cantidad de ellos acepta en su territorio y cuáles no, de acuerdo a intereses propios y a la administración de su propia economía y orden social. Nadie permite la entrada expedita en casa ni reparte sus recursos a todo el que los demanda por el solo hecho de que así lo decidan otros.
Y esto nos lleva a otro punto importante del caso que nos ocupa: la actual migración de Centroamérica a EE UU, la violencia de las avanzadillas de este torrente humano, sumado a las exigencias de que el gobierno estadounidense se responsabilice con la solución de un problema que lo creó, son elementos que sugieren la obra de terceros, astutamente ocultos tras bambalinas.
Hay quienes aseguran que se trata de una sucia maniobra urdida y gestionada por los villanos de la región: los fracasados regímenes de la alianza castrochavista -Nicaragua, Venezuela y Cuba- con la intención de desviar el foco de atención de la opinión pública y de los foros de los organismos internacionales de la profunda crisis en esos países, que se refleja en las crecientes migraciones de millones de personas que huyen espantadas del rastro de miseria que es el “socialismo del siglo XXI”.
Lo cierto es que estas continuas avalanchas desde el sur hacia el norte -y siempre con un solo destino final: EE UU- no se explican lisa y llanamente como resultado de la pobreza congénita de nuestras naciones o como la siempre romántica ilusión de conquistar el sueño americano; sino como la suma del fracaso del experimento castrista, ampliado al continente, y las manipulaciones de una ideología derrotada que se resiste a fenecer.
Porque lo que se solapa tras todo este escenario convulso y difícil es la intención de crear una crisis de gran magnitud entre el Norte y el Sur y no de la reivindicación de los derechos de los pueblos “expoliados y explotados”, que tanto pregonan los ideólogos de las izquierdas radicales de la región. Estos son, en fin, los peligrosos coletazos de un retorcido sistema que intentó conquistar el continente y que ahora agoniza víctima de su propia ineficacia. Posiblemente, lo mejor para todos sería ayudarlo a morir.