LA HABANA, Cuba. – Hay quienes afirman que en Cuba todo, desde lo más solemne hasta el acto más cotidiano de la vida, tiene aires de sainete. Lo dramático y lo jocoso se entremezclan en un escenario lleno de contrastes y absurdos, en una realidad que supera con creces cualquier trama de ficción.
Por estos días finalmente fueron retiradas las vallas metálicas que cubrían los jardines del área sur del Capitolio Nacional, y los vecinos que residen en el popular (y populoso) barrio que discurre tras el monumental edifico se asoman curiosos mirar la febril actividad de restauración. Todo es agitación cuando restan apenas dos semanas para el Aniversario 500 de la capital cubana, a celebrarse el próximo 16 de noviembre, y la entrega de este icónico edificio es uno de los platos fuertes del acontecimiento.
“Yo creo que no van a terminarlo a tiempo”, comenta un septuagenario de aspecto humilde que, según cuenta, es encofrador jubilado y viene todos los días a contemplar los trabajos. “Yo, que trabajé toda mi vida en la construcción, le digo a usted que lo que falta es mucho. Ahora están en movimientos de tierra porque levantaron todas las losas antiguas del jardín para restaurarlas. Después tienen que apisonar, dar firme y fundir para que esas losas queden fijas. A eso póngale además toda la jardinería. Sin contar esas ventanas que quedan por poner y la fachada que todavía está tapada, que hay que terminarla”. Y me señala un enorme paño de malla que cubre una porción de la fachada trasera y numerosos vanos vacíos donde ya deberían estar colocadas las persianas. “Van a tener que trabajar turnos de 24 horas y aún así, podrán terminar, si acaso, lo que se vea. Un colorete, como siempre pasa”.
Muy cerca, un policía hace posta, de pie frente a las obras. La vigilancia policial es permanente, así como la presencia de custodios en una garita cercana, para impedir el habitual tiro de materiales de construcción: la venta ilícita de cemento, polvo de piedra, cabillas, etc., es una constante en cada obra constructiva en Cuba. “Aquí eso ha estado difícil desde el principio”, comenta junto a mí una señora que también observa los trabajos. “Yo vivo aquí atrás, en la calle Amistad, y varios vecinos míos trataron de conseguir algo de cemento y otras cosas… Pero nada. Hay una vigilancia con eso tremenda, ¡Y mire que hay gente en este barrio que necesita reparar porque la casa se les está cayendo… Para los infelices no hay materiales”.
Ocasionalmente, algunos medios oficiales han hecho referencia a la intervención de capital extranjero y al apoyo de instituciones privadas para lograr realizar la restauración de este edificio, paradójicamente el más importante símbolo de la Cuba republicana aplastada tras la revolución de 1959. El castrismo, incapaz de crear símbolos propios que puedan competir en calidad y belleza con los del pasado, intenta ahora apropiarse de alegorías que le son completamente ajenas. Ya que no lograron destruir por completo la ciudad que desprecian -y que los desprecia- prefieren servirse de su significado y de su inclaudicable riqueza arquitectónica.
Según fuentes gubernamentales, la empresa alemana MD Projektmanagement, propiedad de Michel Diegmann, es la responsable de las obras de restauración. No obstante, nadie conoce a cabalidad el monto total de lo invertido, aunque todo el mundo infiere que la suma debe andar por el orden de los millones. “Con la mitad del dinero que ha costado esto se hubieran reparado un montón de edificios de Centro Habana”, musita la misma mujer a mi lado.
Solo la rehabilitación de la cúpula, primorosamente revestida con piezas de pan de oro sobre láminas de cobre, es resultado de una cuantiosa donación de la Federación Rusa. Los trabajos para devolverle su antiguo esplendor corrieron a cargo de especialistas de ese país, auxiliados por personal cubano. Reinaugurada el pasado 30 de agosto por el Historiador de la Ciudad, desde entonces la dorada cúpula contrasta fuertemente con la pobreza del “patio trasero”, es decir, las derruidas azoteas y fachadas de los edificios colindantes que quedan ocultos tras la magnificencia arquitectónica, no solo del Capitolio, sino también del Prado habanero, el Liceo de La Habana, el Gran Teatro, el Hotel Saratoga, la Fuente de la India, y los parques Central y de la Fraternidad. Todo un majestuoso conjunto urbanístico que flanquea y disimula el rostro feo de la miseria, la costra de decadencia acentuada tras 60 años de desidia y que las autoridades no quieren mostrar al mundo.
Y no es que esté mal rescatar aquellos símbolos, edificios, plazas y espacios que hicieron bella esta ciudad, todo lo contrario. Solo que no hay que olvidar que La Habana, como cualquier ciudad, es mucho más que la sumatoria de sus símbolos arquitectónicos y de sus espacios históricos. La belleza de las ciudades, lo que las hace peculiares o “maravillosas” radica en el alma de su gente, en el espíritu de quienes la habitan. De nada vale, entonces, que se abrillanten artificialmente los viejos atavíos de nuestra capital para una ocasión, cual si se tratara de una vitrina para mostrar al mundo, mientras se sigan prohibiendo la prosperidad y las libertades a los cubanos que la viven, la aman y la sufren.
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