LA HABANA, Cuba.- A lo largo de mi larga vida, siempre he tenido presente ese viejo proverbio árabe que dice: Siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo.
Tuve muchos, todos comunistas dueños ilegales del país donde nací y vivo. Ni los olvido, ni los perdono.
Hoy es un día especial. Un enemigo mío, el experto en represión y general Adalberto Rabeiro García murió el pasado jueves 26 de abril, para que yo viera pasar su cadáver por la puerta de mi casa.
Lo recuerdo como si fuera ayer, cuando me llevaban a su lujoso despacho de la Seguridad del Estado, en su sede de Villa Marista, donde aquel hombre de mediana estatura, nariz afilada y mirada de ave de rapiña, me dio a escoger: Fusilamiento o arrepentimiento.
Era agosto o septiembre de 1990. Hablaba como si fuéramos amigos de siempre, como si quisiera ayudarme a seguir viviendo, a sacarme precisamente de lo profundo de un pozo donde él y su gran jefe me habían tirado.
“Hoy vi a tu hija Maricarmen. Muy linda. Ella está muy preocupada, pero nosotros le dimos ánimo. Fuiste una gran revolucionaria. Creemos que eres buena persona, pero que te has dejado envolver y has cometido un gran delito. Lo tuyo es rebelión, Tania. Eso se paga con treinta años de cárcel o paredón en los fosos de La Cabaña.”
Temblándome, sí, temblándome las rodillas, le dije: “Ustedes nunca han fusilado a una mujer.”
“Tampoco a un Héroe de la Patria”, respondió refiriéndose al general Arnaldo Ochoa.
A los pocos minutos volví a mi celda tapiada, donde permanecía desde el 10 de marzo de ese año, sin ver el sol, sin sentir el aire natural del día, sin saber qué sería de mi futuro, en manos de aquellos hombres en los que yo descubría lo peor de la vida.
Yo había cometido un crimen atroz: Pertenecía, desde octubre de 1987 al Movimiento de Derechos Humanos, luchábamos para que en nuestro país se cumpliera su Declaración, documento cuyo cumplimiento exigía la Organización de las Naciones Unidas.
En otra ocasión, Rabeiro me comentaba, con cierto orgullo y una extraña sonrisa, que él había visto a muchos hombres arrepentidos, llorando.
Me propuse no llorar, sacarme el corazón y dejarlo allí tirado, en aquel infierno, entre tantos diablos y escapar.
No sé si realmente lo logré. No sé si aquella mujer moribunda entre lobos que salió de aquel abismo por sus propios pies era yo, o quedé muerta para convertirme en un espíritu tenaz, perseverante, que escribe estas líneas.
En mi casa me esperaban mis hijas y mis perros tan amados. Al anochecer, me senté junto a mi ventana y me dio por contar las estrellas. ¿Era yo una cucaracha, como me había dicho Fidel Castro en su discurso del 26 de julio de 1988, cuando al referirse a nuestro grupo, nos tildó de “cucarachas con partido de bolsillo” y a nuestra petición de Plebiscito “rebelión contra la Patria”?
Han pasado los años. Yo me repuse de la muerte de mi alma fusilada. Recobré mi valentía. Hoy estoy aquí, sentada a la puerta de mi casa, viendo pasar el cadáver de cada uno de mis enemigos.