LA HABANA, Cuba.- Con la confirmación, este 19 de abril, de la elección de Miguel Díaz-Canel Bermúdez como nuevo presidente del Consejo de Estado quedó definitivamente esclarecida la primera incógnita de la sucesión del Poder en Cuba acerca de quién sería el elegido del castrismo para asumir el dudoso privilegio de heredar la dirección de la hacienda en ruinas.
Contradiciendo a los más oscuros agoreros que anunciaban la eventualidad de una temida sucesión dinástica con Alejandro Castro Espín, hijo del General-Presidente, como sucesor designado por motivos puramente consanguíneos, la elección de Díaz-Canel lejos de sorprender a nadie coincide con las señales que se venían ofreciendo desde la cúpula y que lo marcaban como favorito para el cargo. Castro Espín, por su parte, ni siquiera figura entre los integrantes del Consejo de Estado (CE).
De ser verdaderas las fisuras y pugnas entre dos tendencias de la cúpula del Poder –una “raulista” y otra “fidelista”– (y ciertas señales apuntan a que lo son) lo cierto es que tales discrepancias no se reflejaron en los resultados de las boletas votadas por los 604 diputados que participaron en la “elección” del CE. Pero estos resultados tampoco niegan por sí mismos la existencia de dicha fractura, sino que sugieren la posibilidad de acuerdos entre ambas tendencias a fin de salvaguardar intereses y privilegios económicos, políticos y hasta personales, que les son comunes como clase que ha detentado el poder por seis décadas y que tiene responsabilidad directa con todo lo acontecido durante ese tiempo y con la profunda crisis socioeconómica que asfixia a la nación.
No obstante, estas dos jornadas de sesiones de la IX Legislatura de la Asamblea Nacional (AN) con las cuales culmina el proceso eleccionario iniciado en el pasado mes de octubre de 2017, no estuvieron exentas de sorpresas, entre las que destaca –con diferencia– la extraña exclusión (no explicada) de Marino Murillo, miembro del Buró Político y Jefe de la Comisión de Implementación y Desarrollo, del nuevo CE.
Una ausencia que resulta tanto más confusa por cuanto el nuevo presidente cubano expresó en su discurso de asunción la voluntad y el compromiso de continuar con la implementación de los Lineamientos y del Plan de Desarrollo Económico y Social hasta 2030, trazado por su mentor y predecesor, Raúl Castro, al cual –por cierto– dedicó un segmento exageradamente laudatorio.
Al menos en teoría, Murillo debería ser una pieza importante en cuanto a la política económica “continuista” que anunció el presidente entrante, por lo que su eliminación del CE –sin que se anuncie su traspaso a “otras importantes funciones”, como sí se explicó en el caso de Mercedes López Acea, siguiendo el críptico estilo de la jerga oficial– abre la puerta a las especulaciones sobre una posible caída en desgracia de este alto funcionario.
Otro dato curioso en la composición del nuevo CE es la casi nula presencia de militares en activo. Más allá de los simbólicos uniformes verdeolivo de los ancianos comandantes históricos Ramiro Valdés –ratificado entre los cinco vicepresidentes del CE– y Guillermo García, solo el general Leopoldo Cintra Frías, ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, ha sido ratificado como integrante.
No menos notoria fue la postergación de la elección del Consejo de Ministros hasta la próxima sesión ordinaria de la AN, prevista para el mes de julio de 2018, a propuesta del propio presidente, Díaz-Canel, atendiendo a las complejas circunstancias actuales del país. Propuesta que –siguiendo la tradición de la AN– fue aprobada por unanimidad.
En general, y contrario a lo que cabría esperar de estas jornadas trascendentales cuando finalmente, tras casi sesenta años, se ha producido la salida de los Castro de la poltrona presidencial, son más las incógnitas que quedan por desentrañar en tiempos venideros que las certezas que debió ofrecer el nuevo mandatario cubano.
No hubo en su alocución iniciática promesas, certidumbres ni propuestas de un rumbo más promisorio para los millones de gobernados, quienes –por su parte– tampoco alientan esperanzas ni expectativas con el “nuevo” gobierno. Quizás la única minúscula novedad del discurso presidencial fue la mención, en dos ocasiones, de la palabra “prosperidad”, hacia la cual –según el “joven” gobernante–, deberá conducirnos el socialismo.
No obstante, pese a la manifiesta ortodoxia del heredero, a su lenguaje de barricada y a sus frecuentes ataques contra todo lo que difiere del camino trazado por los líderes de la “revolución”, habrá que seguir con interés sus próximos pasos. No es lo mismo repetir viejos discursos ajenos que enfrentar la realidad de un país urgido de cambios profundos y negarse a dar los pasos necesarios para revertir el calamitoso legado que acaba de recibir. Porque resulta que ya los cambios en Cuba no son una opción, sino un imperativo, más allá de los intereses de la claque del Poder, de sus tendencias, sus intereses o los deseos del flamante presidente de estreno.
En lo adelante ya no será tan importante “lo que dice” el delfín de Raúl, como “lo que hace” el presidente de Cuba. Sin dudas, la sombra los dos Castro –uno como espectro, el otro como falso reformista– seguirán por un tiempo influyendo perniciosamente sobre su mandato. Para su desgracia, “tiempo” no es lo que le sobrará a este novel mandamás que, apostando por la continuidad y las pausas, podría terminar como cabeza de turco del castrismo. Sus únicas opciones son saltar hacia adelante o cargar sobre sí toda la responsabilidad de las malas obras y la ineptitud de sus predecesores, manteniendo a la vez el equilibrio entre las facciones del antiguo poder. No la tiene fácil, pero así lo ha querido.
Mientras, para los cubanos comunes, el horizonte sigue siendo hoy tan sombrío como en las jornadas anteriores. Pero, al final del día, el 19 de abril fue la primera jornada de un gobierno sin Castros. Y solo esa mínima circunstancia es, en sí misma, una buena noticia.